Perico surgió de la niebla para ganar aquella inolvidable etapa de Luz Ardiden, Tour de Francia de 1985, la del ataque escalonado del Seat Orbea, tramado por Txomin Perurena: Pepe del Ramo primero, Cabestany después y, en el Tourmalet, Perico que engancha con el donostiarra y se marcha solo, allá donde pica al 11%, por la Mongie, camino de la épica. Estéril persecución de Lucho Herrera, pero eso lo supimos al final, cuando el segoviano del barrio Pío XII, el chaval que repartía El Adelantado de Segovia para comprar su primera bici por 3.000 pesetas, alzó su puño izquierdo en triunfador.
El éxtasis no fue gratuito: sufrimos toda una subida completa a Luz Ardiden sin apenas referencias de cuán voraz estaba siendo el recorte del colombiano, autor de una implacable persecución entre planos fantasmales de la televisión francesa, desatando por igual nervios y gritos de ánimo a 800 kilómetros de la estación francesa, con todos fuera del sofá a recortar en el parqué un metro de distancia al televisor.
Así eran las tardes de julio con Perico, con esa incertidumbre desbocada que sirve para explicar toda una carrera de éxitos que, sumados a decepciones, desgracias y giros inesperados, parecen la vida misma. Por eso Perico llegó a la gente, porque pocas cosas parecían bajo su control y, sin embargo, algo te decía que podía hacerlo, que podía ganar. Tenía la irregularidad y fatalidad propias de los genios falibles de leyenda, la extraña capacidad de revertir situaciones supuestamente adversas, y la determinación e inteligencia necesarias para provocar giros inopinados a las carreras. Además Perico era, y es, patrimonio de nuestra Sierra: forjado casi a partes iguales entre la rampa adoquinada de la Cuesta de los Hoyos, la que, tras virar en la Fuencisla, sube bordeando el arroyo Clamores, dominado por el majestuoso Alcázar hasta casi circunvalar el casco viejo, y las cuestas de Navacerrada, El León y Navafría, los puertos del Guadarrama que acabaron de afinar el Perico escalador y, más tarde, se erigieron en aliados, niebla mediante, de una de sus mayores hazañas.
Fue en aquella Vuelta de 1985. Aquel año, Pedro Delgado ya era alguien. Dos años antes, con sólo 23, y en su segunda temporada como profesional, hizo tres veces segundo en etapas del Tour de Francia, aparte de ganar otras carreras del calendario nacional. Y en 1984 ya se había vestido de amarillo en la Vuelta España, antes de que la tan famosa como dichosa caída en el descenso del Joux Plane le hiciese abandonar el Tour, en un día contrastes en Reynolds: Arroyo ganador en Morzine, Perico a casa con la clavícula rota. Aquel golpe contra un pretil, ya en la parte baja del coloso alpino, no evitó el aviso a navegantes: había madera de estrella en ese chico segoviano.
El hueso soldó y la suerte empezó a cambiar, decíamos, en 1985. Perico siempre ha sostenido que su estado de forma del año anterior quizá fuera mejor, pero parecía escrito que el destino le tenía reservado un guiño a modo de compensación.
De aquella Vuelta recuerdo una pancarta en la cuneta: «Si queréis ganar al pendientes, tendréis que apretar los dientes». El pareado llenó un plano de televisión en no sé qué etapa, y era sostenido por un grupo de aficionados que la señalaban ante las cámaras de TVE. Un trapo con una rima, mezcla de ánimo a los españoles, de guasa y resignación. Resignación bien llevada, ante la evidencia de que nadie podría con Robert Millar, el «Pendientes», firme líder de aquella Vuelta. El escocés había sido rey de la montaña del Tour de Francia de 1984. Subía fácil, mayormente sentado, con armonioso cabeceo, gorra bien calada con visera apuntando al frente, sobre la nariz aguileña, sombreando unos ojos claros, sin descomponer por nada el semblante sobre su cuerpo, menudo y extremadamente fino, bajo el maillot de Peugeot. La sensación de imbatibilidad se acrecentaba al combinar su rendimiento con la aparente fragilidad de su silueta. No era el villano perfecto, no le recuerdo una mala palabra y un mal gesto, pero iba a ganar a los míos. Había salido fortalecido de los Pirineos.
Millar y sus rivales españoles servían en bandeja ingredientes de guión hollywoodiense: un malo fuerte, invulnerable a las réplicas de los buenos que, acorralados y sin aparente respuesta, parecían esperar el tiro de gracia. Los buenos eran Peio Ruiz Cabestany, jefe del Gin MG Orbea de Txomin Perurena; Álvaro Pino y Pacho Rodríguez, en el Zor de Javier Mínguez; Pedro Muñoz, a los mandos del Fagor de Luis Ocaña; Fabio Parra, en el Kelme de Rafa Carrasco… Pero el bueno de verdad, el hombre que acabaría matando a Liberty Valance, fue Perico.
El devenir de la carrera le había hecho su retrato perfecto, el del hombre capaz de todo, de contradecir los pronósticos y llegar al corazón de la gente moviéndose en el terreno de lo imprevisto, en el fino hilo que va del ataque al desfallecimiento: en la primera semana ganó en los Lagos de Covadonga y se vistió de amarillo, allá donde lo perdió el año anterior, cuando cedió tras un calvario en La Huesera, tumba deportiva de tantos; pero al día siguiente, entre la Palombera y el Alto Campoo, Perico se desplomó y se fue a casi cuatro minutos de la cabeza de carrera. El liderato pasó a manos de su jefe en Orbea, Peio Ruiz Cabestany, señalado de antemano entre los favoritos tras desumbrar en la Vuelta al País Vasco de aquel año.
A Perico la Vuelta se le quedó a trasmano. A la salida de los Pirineos, la amenaza más cercana para Robert Millar era la del colombiano Pacho Rodríguez, ganador de la cronoescalada a Pal, situado a sólo diez segundos del maillot Caja Postal del escocés, y el segoviano debía ayudar a Cabestany. Nadie contaba con él cuando la Vuelta llegó a Alcalá de Henares. Pero entonces sucedió algo que las crónicas de la época subrayan como clave para lo que estaba por venir: una supuesta discusión entre directores, Ocaña, del Fagor, y Roland Bernard, del Peugeot de Robert Millar, desembocó en un feroz ataque combinado Fagor-Orbea en la etapa en línea alcalaína: Peio y Perico entraron delante, el corte se fue por encima de los dos minutos y el Peugeot se pegó un calentón de más de 80 kilómetros para neutralizar. Lo logró, pero más tarde se vería a qué precio. La crono del día siguiente en Alcalá, víspera de la Sierra de Madrid, sirvió para que Cabestany ganara la etapa y se situara a poco más de un minuto del solvente escocés, con Perico relegado ya a una distancia que, aún no sé muy bien por qué, memoricé: 6:13 minutos. Distancia sólo remontable por la heroica. O por la alineación de astros.
A la mañana siguiente, en casa nos pusimos en marcha, creyendo en lo que dicen las leyendas. Me levanté con esa ilusión infantil que se apodera de uno cuando intuye un día especial. Especial por ver de cerca a los ciclistas. Qué menos. Por ver al enigmático y poderoso escocés, y a Perico; especial por ver qué tenían que decir las cuestas serranas en el guión de la carrera.
Compramos el Marca a primera hora, mi madre hizo unos bocatas y decidimos ir al Puerto de los Leones -hoy, Alto del León, para evitar la terminología falangista y ser consecuente con el único león de la cumbre-. Pronto advertimos que, pese a ser ya 11 de mayo, el día era meteorológicamente complicado, con nubes amenazantes, niebla y lluvia ocasionales, y bastante fresquito. Recuerdo que escogimos la cercanía del abrigo del Casa Tere, por si acaso necesitábamos de su porche empedrado, allá donde las rampas van en recta camino de Tablada y la pendiente roza el 12%. Llegamos a tiempo de escuchar en el Renault 5 a García, en una de sus conexiones horarias de Antena 3 Radio: Osipov, un ruso, escapado en La Morcuera. El Pacho lo ha probado, pero el líder ha respondido con suficiencia. Empieza a llover.
Con esas noticias nos entretenemos en el campo. En Los Leones no hay mucha gente, al menos a esa altura, pero hay ambiente. Los aficionados se adentran en los pinares y salen puntuales cada hora a tirar de transistor. Se hojean los periódicos, se calibran las posibilidades de que pase algo. Unos piden que Perico sea profeta en su tierra y que al menos gane la etapa; otros desean el desfallecimiento de Millar; los hay que confian en Cabestany, porque el líder tiene debilitado el equipo y hay terreno de Los Leones a Palazuelos como para que exhiba su poderosa pedalada de contrarrelojista; los menos, ven en Pacho Rodríguez la solución, pues se lo ha currado en los Pirineos, es valiente, y es el que más cerca está.
Entonces, sucede: Pepe Recio, bregador y todoterreno, ataca al inicio de Cotos y supera a Osipov, que ha roto un radio. El de Kelme se va solo y, por detrás, el Pacho demarra aprovechando un pinchazo de Robert Millar. El escocés vuelve a reaccionar y lleva el grupo de favoritos hasta la rueda del colombiano. Y en ese preciso momento, cuando la radio no está en directo, las crónicas cuentan que Peio grita a Delgado: «¡Ahora, Perico, ahora!».
Y Perico se lanza a tumba abierta en el descenso de Navacerrada, al abrigo de la niebla, con la destreza de quien conoce cada trazada, de quien es dueño de cada peralte. Lo hace en el entorno de los 100 km/h, allá por los Geólogos. Bajada valiente rayando en lo suicida. «El Loco de los Pirineos» en versión Sierra de Guadarrama. Ajenos al movimiento, la espera en Los Leones es para la radio, pero aún falta para el nuevo parte de García. Debió de ser cuando Perico engancha con Recio, entre Cercedilla y Guadarrama, tras un descenso suicida de Navacerrada.
Cuando García sitúa la carrera, el tándem ya roza los dos minutos. Atrás, Millar transita tranquilo, como ajeno a lo que se cocina. Cuando devuelven la conexión a los estudios centrales, empiezo a preparar el cronómetro del Casio de la Comunión: «Perico escapado. ¡Papá, Perico escapado!», grito. «Ya, pero está a mucho», responde la lógica. Son 6:13, recuerdo, mientras las primeras motos de la Guardia Civil ya abren la carrera por Casa Tere. Minutos después, veo la dupla: Recio marca el ritmo, mirada de rabia al frente, gorra ladeada; Perico marcha a rueda, sin gorra, las manos muy juntas sobre el manillar. Va sentado, con un cabeceo rítmico que delata que va bien. Pasan a mi altura: ¡TOP!. El crono en marcha, mientras la escapada va buscando la curva de horquilla de Tablada, bajo un cielo encapotado y unas chispas de agua. Observo el goteo de segundos: un minuto, dos…
«- ¡Ahí están!», grita alguien. Por la curva de abajo aparece el grupo del líder. Pronto caemos en la cuenta de que el ritmo no es ágil, como si no importara la caza. Pasan a mi altura y paro el crono: 2:40 minutos. «-¡Esto va subiendo, eh!», dice una voz en la cuneta. Las crónicas dicen que Recio y Delgado coronaron los Leones con más de tres minutos, pero…¡6:13! ¡Y 43 kilómetros de bajada y falsos llanos hasta las Destilerías DYC!. Demasiado campo de reacción. Imposible. Si hay peligro real, ‘El Pendientes’ echará el resto y pondrá las cosas en su sitio. Así pensábamos, más o menos.
Con ese guión mental, casi una certeza, subimos al coche, una vez abierta la carretera. La radio, claro, a todo trapo. Entonces vuelven a subir las pulsaciones. García canta que a 30 kilómetros de meta, calculo que subiendo Los Ángeles de San Rafael, la distancia se ha ido a los 4:40 minutos. «¿Y si…?». El milagro va tomando forma cuando la radio sigue sin narrar acelerones o ritmos de caza en el grupo de Robert Millar. El escocés tranquilo, convencido de su victoria. Dijeron después que Javier Mínguez, director de Pacho, decidió no defender el segundo puesto para no favorecer a Robert Millar, y que por delante Rafa Carrasco ordenó a Recio ir a tope cuando supo que la diferencia ya rozaba los seis minutos.
Repasando las crónicas, me encuentro con que Carrasco le comunicó a Perico que la diferencia era de 5:55 minutos y que el segoviano le replicó: «¿Y yo a cuánto estoy?. Y el otro: «A 18 segundos de ganar la Vuelta». Así era Perico: un caso.
Por detrás, Roland Bernard comunica a Robert Millar, al fin, que está perdiendo la carrera. Pero las piezas del puzzle siguen encajando, y los astros continúan su alineación: Millar, felicitado de antemano por Pacho y Cabestany en la cima de Los Leones, se queda bloqueado por la noticia. Nadie sale en su ayuda. Rodeado de rivales y de corredores fundidos, no puede sostener por sí solo una reacción en primera persona. Se le va la Vuelta y en Palazuelos, Segovia y toda España ya lo saben. García canta el virtual maillot amarillo de Perico. Es la apoteosis deportiva más grande en la historia de la Meseta Norte. Millar entra a 6:50 minutos de Recio, ganador de la etapa, y de Perico, campeón de la Vuelta por 36 segundos, con decenas de miles de segovianos entregados a la locura colectiva. El escocés del pendiente llora desconsolado en las vallas, sin saber qué pudo ocurrir para perder así toda una Vuelta a España.
* «Tenía claro que iba a atacar, si no podía subiendo, pues bajando. El día a pesar del frío y la lluvia, me benefició, la carretera estaba resbaladiza. El director de Millar no informó como era debido de cuanto tiempo sacábamos. Además, los 10 segundos que separaba a Millar sobre Pacho (segundo en la General), también me ayudó, el escocés no quiso jugársela y hacer sobresfuerzos a lo largo de la etapa y temía acusarlo más tarde. Así tiraba y no tiraba, por miedo al colombiano. Cada uno jugó sus cartas y a nosotros nos salió bien».
* Declaraciones de Pedro Delgado en su biografia on line
Perico triunfador, y además en la Sierra. Aquella gran victoria supuso el vuelco más espectacular en la historia de la Vuelta, y la rampa de lanzamiento definitiva de Perico al estrellato. También, un freno a la carrera de Robert Millar, que jamás ganaría una grande. En adelante, Perico Delgado tomaría cada salida de una gran vuelta como favorito o, en su defecto, como amenaza constante para cualquier líder sólido..
Esa magia creó el segoviano cuando surgió de la niebla, aquel mayo de 1985, cuando le vi cabalgar hacia la gloria en Los Leones. Cuando vi el advenimiento de un futuro ganador del Tour.
Pero ésa es otra historia…
JAIME FRESNO. Julio / Agosto de 2013.
Un momento historico. La leyenda de Perico que tiene proezas y fiascos casi a partes iguales.
Irrepetible sin duda esta historia y mas desde la aparición de los pinganillos.