Un Registro sin Consejero ni Ministro

De pequeño solía ir por allí a jugar. Dejábamos las mochilas colegiales en el confesionario de la parroquia, con la denia de mi amigo Telesforo, el monaguillo, y ancho era el encinar. Hará entre 15 y 20 años que esa parte del antiguo campo de la Fuente, la que corría junto al colegio Miguel Delibes, vio levantar el edificio de los Juzgados. Una modernidad entonces, un bochorno hoy.

Ahí está el Registro Civil de Collado Villalba, cabeza de un Partido Judicial que atiende a 170.000 habitantes, 45.000 más de lo debido. Ya hemos dicho que hace años la Comunidad de Madrid ha perdido los papeles en materia poblacional: siete millones de habitantes, la población de Holanda, metidos en una provincia de tamaño medio. Se ve en las carreteras, se ve en los servicios. Y se nota aún más si te encuentras en la papelera de la región, una ciudad de 65.000 habitantes sin oficinas de Hacienda y Seguridad Social, hasta ahora sin hospital -y ya veremos-, y con el Ayuntamiento situado, para más inri, en el término municipal más pequeño. En tales circunstancias, el embudo es inevitable a todas las escalas y en todas las salas.
Quizá la joya de la corona sea la del Registro.

Un reportaje de El País me pone en alerta: sólo se reparten 12 números al día y mejor ir los lunes o viernes para evitar el colapso de la tramitación de nacionalidades de los días centrales de la semana. La primera vez que voy lo hago tras salir de la radio, a las 8:30 AM. Voy por probar, a ver qué pasa. El País, y la gente, cuentan que se duerme ahí para coger los 12 tickets reserva, como si se tratara de entradas para la Superbowl. Cuando llego ya han pillado sitio los 12, y los miro como si hubieran cogido silla en la mesa del Señor para la Última Cena.

Soy el número 16, calculando a vuela pluma. Cuando sale el guarda, me dice que hay posibilidades: «Hay mañanas que despachan a los 12 y atienden a más. Prueba a ver..», dice con una sonrisa profesional, mientras deja caer que lo mío, una partida de nacimiento literal, va rápido. Regreso a mi sitio en la pared de los Juzgados, no vaya a ser que lo pierda, y observo de nuevo el panorama: una chica marroquí con velo me cuenta que viene desde Alcalá de Henares; otra viene de San Sebastián de los Reyes, a iniciar la inscripción de su próximo matrimonio -¡mecachis!-; más arriba, sobre las escaleras que indican la parte de los agraciados, hay un grupo multinacional que precede a un matrimonio de aseado aspecto, arquitectos ambos, me cuentan luego. Cuando abren las puertas a las nueve de la mañana pasan los 12, y los demás nos quedamos afuera, a 6 ó 7 grados, contra la pared, fumando rápido y mal por el frío, mientras observamos el Mercadillo: «¡Qué naranjas, oigaaaa!». No hay cojones a dar una vuelta para ver si llevamos algo a madre, no vaya a ser que el sitio se pierda, y pese a la cada vez más cercana conversación con mi amiga marroquí, que podría guardarme el sitio e invitarme a un kebab.

Es la hora de entrada de los abogados. Reconozco a Yoli, vecina de toda la vida, periodista reconvertida hace una década en letrada, gracias a una inteligencia y visión de juego sin parangón. Le cuento otro caso que debo resolver en el Juzgado número 1 pero, miren por dónde que ella está en el número 5. Cuando hablamos del Registro Civil habla sin tapujos de la bochornosa situación y va más allá, por si una taza de caldo no fuera suficiente: «En el despacho hace meses que no reponen los bolis». El acabóse. Ni plumas, ni estilográficas, ni Bic Cristal que escribe normal.

Cuando entramos los de la segunda remesa, unos siete u ocho, a eso de las diez y pico de la mañana, lo tomamos como un primer gran triunfo. Los arquitectos, a los que había relatado la situación leída en el periódico, pasan de la indignación más absoluta a ese tipo de buen rollo que aflora en el ser humano de bien cuando nos la meten doblada y vemos que no hay más remedio. A mal tiempo, buena cara. Paso tras ellos y viene el show de la Seguridad: a vaciar bolsillos, quitarse la cazadora, que si el tabaco fuera porque no sé qué papel lleva dentro que hace pitar a la máquina, que si me quito el cinto y se me caen los pantalones… Los arquitectos se lo pasan bien, sobre todo porque a ella no se le cae la falda, elegante a medio muslo, piernas estlizadas tipo Vogue.

Ya estamos dentro. Cuento unas diez sillas en hilera, junto a la pared, y a expensas del frío que entra en el abre-cierra de la puerta principal. Me quedo de pie y observo el santuario: el Registro Civil es una ventanilla tipo como la que despachaba entradas en el campo antiguo del Puerta Bonita (imagino), con cristalera a doble hoja corredera, ¿preparada? para atender simultáneamente a dos personas. Observo que eso tiene su miga, pues si un paisano es atendido a la derecha y al funcionario le da por correrla un pelín a la izquierda, puede rebañar el bigote al parroquiano de al lado. Metro veinte de ancho, calculo después.

Me dejan una silla y brujuleo con el móvil, pero es irresistible la conversación de la pareja de arquitectos. Me cuentan sus proyectos. Les va bien, son de Alpedrete, y al cabo de un rato mi conciencia solidaria, o panoli, según se mire, me alienta a darles prioridad. Ellos no aceptan. Ya relajados, completamente asumido lo peculiar del sitio, entablamos una conversación más propia de pub a las dos de la mañana: viven en Alpedrete y escuchan la radio, saben lo del túnel y me ilustran sobre las catas de saldo de  3.000 euros y cómo engordar un presupuesto… Pura información valiosa mientras observo lo guapa que es la chica del carrito con el niño, y cómo el guaje le plantea la duda sobre si dejarlo ahí dos minutos mientras cambia el ticket de la ORA, o si llevarlo con él. Decide dejarlo. Lo cuidamos bien. Tiene buenos mofletes y me agarra el índice con fuerza.
Como veréis, ya a media mañana hay tal complicidad en la cola que podríamos hasta darle un biberón y abrir un sobre de foskitos.

La fila avanza a razón de unos 20 minutos por número, y a los 12 que había con ticket hay que sumar los que entran y pasan directamente con cita previa, cuatro o cinco esa mañana. Mi cálculo es que no podrán atenderme antes del cierre de ventanilla de la una y media de la tarde, pero la mentalización y la agradable espera me disuaden de irme. Dedico otro rato a observar: a uno de los guardas, el de los whatsaap y la cara de castigo nocturno, lo conozco de la época del Topete. Decido hablar con él. «Sí, tío, di una vueltecita anoche, pero es que ahora Villalba es una puta mierda, no hay nada», relata, mientras remueve un café de máquina. «Al menos no nos quitan el taburete al salir a fumar», respondo; «si quieres salir a echar un piti‘ no hace falta que vuelvas a pasar el control», capta. Y yo: «Sí, porque como me tenga que quitar el cinto…».
Y él: «Ja, ja, ja»

Afuera el Mercadillo está en ebullición. De vez en cuando entra algún guardia civil o un abogado con su representado y te miran como diciendo: «¿Qué?, ¿a que se pasa bien en el Registro?»

Vuelvo a entrar y caigo de nuevo en la observación: la ventanilla del Registro está en una pieza de unos diez metros cuadrados, su cristalera pega a un ascensor, de modo que quien lo espera se entera del trámite del vecino. A la derecha están los servicios, pero cuando entro descubro que sólo llegan a la categoría de Váter. Todo está lleno de carteles pegados a celo, reivindicativos de lo mal que está la administración, de instrucciones de uso de la instalación, de No Fumar, No pasar… Y uno que asegura que hace año y medio se reclamó una solución a la Comunidad de Madrid, responsable de los Registros Civiles, con los resultados que están a la vista. Por supuesto, el trasiego de pegar y quitar se lleva por delante el gotelé color beige, y a la vista quedan varios desconchones con restos de celo y hasta de cinta carrocera.

Queda menos. Es casi la una de la tarde. Cunde el rumor de que la cosa ya va más ligera y de que los ‘+12’ podemos ser atendidos, aunque mi teórico número 16 sigue en un brete. A esas alturas, ser atendido viene a ser como si te dejan visitar las Cuevas de Altamira sin cita previa. Todos estamos sonrientes y optimistas ante esa posibilidad, hasta dicharacheros… ¡Es viernes, qué coño!

Cuando despachan a la chica que va delante de mí la sensación es indescriptible. Recuerdo una enajenación mental pasajera que me impide saber a qué coño he ido allí. Echo mano a la carpeta mientras los arquitectos me observan sonriendo: «Vamos, que lo has conseguido. Enhorabuena!». Resulta emocionante. Me dirijo a la ventanilla con paso firme, en una escena que ralentizarían muchos directores de cine de Hollywood, como cuando avanza Clint Eastwood en Sin Perdón. Tras ella, aparece una oficina que podría ser la del Notario Intermediáriez, en no sé cuál historieta de Mortadelo: dos mesas hasta arriba de papeles, sin apenas sitio para unos ordenadores que, por su aspecto, en su día debieron controlar en Excel las pagas del ejército de Escipión. Completa el cuadro un estante metálico, como los de los trasteros, con folios limpios y papel oficial….
Y, al fin, aparece. Es él: el funcionario. Tendrá unos 40 años, pero bien exprimidos. Tiene ojeras tras las gafas, lo que no es óbice para que mire con interés, solícito. Le explico y se pone a funcionar. Retrocede hasta su mesa para usar el ordenador y yo aprovecho para mirar atrás y ver a mis compañeros arquitectos.

Es la una y cuarto y veo la preocupación reflejada en su rostro, y me preguntan para alimentar su esperanza: «¿Cómo vas?». «Bien, ya está en ello y ya digo que creo que lo mío es rápido», respondo. Pocos minutos después, el funcionario -en realidad interino, me enteré días después- me entrega el documento y le pregunto:
¿Cómo es que están ustedes así?; ¿Está solo?. «Sí, porque mi compañera se encarga de las bodas. Yo no puedo hacer más con todo lo demás. Sólo le digo que no utilizo los 20 minutos de descanso porque tengo miedo de tener problemas con la gente que espera»…

Ojiplático y absolutamente desarmado, me retiro, pensando en que el hombre, al menos en mi fila, no tendría problema alguno y aprendería de arquitectura, biberones y cambios de tickets de la ORA. Me reafirmo en esa sensación cuando me despido de los arquitectos, a eso de la una y veinticinco, con saludos ya muy cordiales, pese al apremio horario. Antes de abrir la puerta, triunfal, echo la vista atrás y les veo acudir entre risas a la ventanilla.
Afuera, me da por pensar en el colosal polvo que echarán en el chalet de Alpedrete a la noche….También en que el consejero, o alguien por el estilo, debería servir las copas de después.
Y si no, pues el ministro…

 

JAIME FRESNO Diciembre de 2014

Nota del autor: Entrada basada en una crónica escrita en marzo de 2013, sobre el estado del Registro Civil de Collado Villalba

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