A eso de las 2 y media de la tarde cosquillea el estómago por Comillas, la villa de los Arzobispos. Hay rampas que salpican el vistoso paseo urbano, plagado de casonas solariegas selladas con motivos heráldicos. Y hay un palacio, el de Sobrellano, que secuestra la vista hasta rozar la hipnosis; y otro, el de El Capricho de Gaudí, que entra al trapo en la competición de los sentidos. Como la Universidad Pontificia, que domina el pueblo sobre una colina verde aneja al mar, imponente atalaya que reparte vigilancia entre las casas y un Cantábrico al que el viento noroeste agita hasta la marejada, mientras, hacia Poniente, el Ángel Exterminador se yergue amenazante en los muros derruidos de la iglesia del cementerio, blandiendo su espada y clavando la mirada en el infinito. Es el atrezzo de Comillas, en cuyo suelo –o escenario- se prodigan las calles empedradas, eterno conflicto con los tacones. Son tan bellas que quizá por eso nadie repara en el esfuerzo del paseo. Hasta que las cosquillas del estómago molestan más de la cuenta, claro.
Dos incautos, él y ella, se han abandonado a lo pintoresco del lugar, al embrujo de andar sin rumbo fijo. Llevarán como tres horas de pateada por la villa de los cinco prelados, dándole a las fotos del móvil y guiados por los sentidos que les llevan de un enclave a otro, sin descanso. El hambre empieza a asomar y las ‘cosquillas gástricas’ ya no son tan llevaderas cuando enfilan la cuesta abajo que conduce a la Plaza del Corro de Campíos, la de los restaurantes. Los dos incautos, insisto en el apelativo, se topan con una primera posibilidad y escrutan el mar de mesas, a la mitad de ocupación, pese a que son custodiadas por hileras de personas. La terraza, bajo los toldos de manivela de la casona porticada de la derecha, según bajan, ofrece sitio libre, y ella, 50% de la inocencia del cuadro, estudia el menú de la pizarra, echa una ojeada al camarero joven, que parece moverse bien, e incita a su acompañante para que las mesas sean ocupadas con el 100% de la inocencia.
Creen besar el Santo a la primera, y se sientan. Pero enseguida cunde la sospecha: “¿Cómo es posible que haya siete u ocho mesas libres si hay gente de pie?” La pregunta al camarero confirma: “Tienen que esperar como una hora”. Y se levantan, ella con la lógica sorpresa que le suscita el que no sienten a la gente por orden de llegada y él, contrariado y con la paciencia bajando a zona roja.
El hambre y la hora, casi las tres ya, los espolea hacia la siguiente terraza. Esta vez preguntan primero, y el camarero al cargo sale con que “para comer, hablen al señor de azul, él les dirá. Está ahí, donde la cola”, señala, tan feliz de no lidiar ese toro. En efecto, se ve como a una veintena larga de personas en desordenada hilera, pero no hay ni rastro de nadie “de azul” ordenando el tráfico. Y el gentío desaconseja la espera, con lo que ambos incautos reanudan la ruta, no sin antes observar las mesas vacías. Incomprensiblemente vacías.
El reloj avanza implacable cuando, como a treinta metros, en lugar preferente de la plaza, localizan una terraza que se anuncia como “La Churrería”, situada en los bajos de una casona blanca de fachada desgastada en la que llama la atención el antepecho abalaustrado de la balconada de la segunda planta. Abajo, por si alguien cae desde allí, un toldo granate tranquiliza como amortiguador y anuncia en letra blanca: “Chocolate con churros artesanos”. Sin embargo, todo eso los incautos lo verán más tarde, porque lo que impone el momento es ver la pizarra sobre caballete que muestra el menú: 12 euros, con cinco opciones por cada uno de los platos, alguno bastante apetecible. Si es que cocinan bien, se entiende. Ella hubiese querido sardinas, pero no las hay; y él, que ha visto que la opción del medio menú a nueve euros podría valer, dada la hora, piensa en esas albóndigas que hay de segundo y en que al estar en el Norte, pondrán un buen platazo, más que suficiente para salir del paso. ¡Y por tres euros menos, oiga! Decididos, los dos atraviesan el patio de mesas y entran al bar para formular la pregunta mágica de si hay sitio. Hay camareros que vienen y van, nerviosos, y un tipo a menos de una década de la jubilación, con gafas y aire de gobernante, al que se ve dirigir el tráfico con las manos apoyadas en la caja registradora, no vaya a ser que se la lleven. Hacia él van.
– Por favor, ¿tiene mesa para comer dos?-, solicita el chico
Y entonces llega otra para la frente:
-Tienen que esperar veinte minutos, que mire cómo estamos
Y los incautos miran. Y lo que ven son algunos huecos por llenar, antes de apurar opciones.
– ¿Y podemos tomar algo en la barra mientras esperamos?
– No. No servimos en la barra. Mire como estamos -, repite la coletilla de moda.
Efectivamente, la barra, de unos quince metros hasta el fondo de los servicios, está completamente despejada y con las vitrinas vacías de pinchos. Él juega a imaginar a un camarero trabajándola. ¿Cuánto haría con el movimiento que hay fuera? ¿400 euros en cañas, vinos y refrescos, así, a ritmo ‘relaxing time of beer’, que diría aquélla? Como el tono de la respuesta es más propio de un ‘jódanse y circulen’, la pareja de incautos enfila la puerta de la puta calle. Perdón, de la Plaza del Corro. Pero los corta un camarero, con la antena en FM y atento a la jugada.
-Tienen una mesa allí-, anuncia
Y allá que van los dos, tan contentos, sorteando el bosque de mesas. La que les ha correspondido con el número del reintegro está según se sale a la izquierda, justo donde el toldo es montado por una sombrilla, de modo que si hay chaparrada, habrá ducha incorporada, según dicta la caída del telar. De hecho, algo ya ha llovido, puesto que la mesa mezcla mierda de un festín anterior con goterones de agua pura, de la que traen las nubes transcantábricas de la zona de Dover. Pero nada dramático, nada que no se pueda solucionar con una ‘ballerina’ y un mantelito, tales son los pensamientos de los inocentes, ya preparados para elegir viandas.
Y entonces, el sainete entra en clímax. La carta habla de que la bebida del menú consta de una copilla de vino de 25 centilitros o, en su defecto, un botellín de agua de 33. Nada de botellas de tres cuartos de vino y agua de litro y medio. Nada de gaseosa. Al hacer poco más de veinte grados, maldita la falta que hace tanta hidratación tras el pateo de tres horas por la Villa de los Arzobispos. ¿Acaso no le valía a Oliver Twist con el agua del pozo para acompañar las gachas? Pues eso.
Visto el panorama, y con el subidón de estar ya sentados, deciden que eso son nimiedades. Se despojan del bolsamen, echan un vistazo rápido a los móviles, respiran hondo y deciden no experimentar con la carta: ella tira por el plato de pasta de primero y el filete con patatas de segundo; él, erre que erre con las albóndigas, que si salen bien cagará la perra. Ya relajados, observan en panorámico y ven del orden de seis o siete mesas que esperan comida. Ninguna anda en faena, salvo una del rincón, pegada a los ventanales del sitio, en la que una familia sí parece estar comiendo algo que no aciertan a distinguir. El cuadro contrasta con el movimiento de los cuatro camareros, que parecen muy agobiados en sus idas y venidas. ¿Para quién trabajarán?
Pasa el tiempo, ya casi son las tres y cuarto. En la mesa de al lado, una silenciosa familia con aire inglés, quizá alemán, también espera. De hecho estaban allí antes que los incautos. El padre y el niño juegan a las cartas muy serios, mientras la madre devora una novela recostada en la silla, ajena de todo punto a lo que sucede, o eso parece. A la otra mesa colindante, la que junta tres puestos hasta el final de la terraza para que entren diez o doce comensales, acaban de llegar un par de familias jóvenes, con pequeños que emiten claras señales de cansancio y un hambre y una sed de mil demonios. Las sillas van y vienen, sin camarero al quite, hasta que se ubican convenientemente, siempre con las gotitas adornando la chapa plateada. Y así, se podrían describir otras escenas del mismo autor, pero optemos por que no y veamos lo del mantel y lo de los vinos, que llegan un buen rato después de que se escriba el pedido en la comanda.
El camarero pone el mantel sin pasar la ‘ballerina’, sobre las gotas de agua de Dover, con lo que no tarda en empaparse por siete partes, eso sí, ocultando migas y cercos de consumiciones anteriores. Y de seguido, lo que es una noticia en sí misma, llegan las copitas de morapio, efectivamente, de 25 centilitros, cristal desgastado por mil pasos por el lavavajillas. Verlas, allí sobre el papel empapado por zonas, transmite una sensación de melancolía, con ese diseño de chato de tasca de bajos fondos de a 70 céntimos la unidad, y ese color rojizo pacharán que remite al refrán “de aquellos polvos, estos lodos”. Un simple sorbo es disuasorio: vino de batalla. Pero, ¡cuidado! Con él hay que pasar las albóndigas en un caso, y la pasta y el filete en el otro. Denme un botijo que yo cruzaré el Sáhara.
Mientras eso sucede, las miradas de alrededor se van clavando en lo que sucede en la mesa de los incautos. El reloj avanza y muchos muestran cara de secuencia de cámara oculta. En la mesa larga, los niños van cayendo: hay uno recostado sobre el borde de la mesa, desfallecido, otro que juega de mala gana a la maquinita, otro más allá que protesta. Y una de las madres entabla conversación con la pareja de incautos para que le constaten que lo que ven sus ojos está ocurriendo, que es real. Cuando llegan las albóndigas y la pasta, los que estaban hartos de esperar se levantan y se van. Adiós a la partida de cartas y a la novela, porque me importa un cojón de pato si Robert es el asesino. Y, alrededor, se producen otras tres dimisiones, en lo que se puede ver. Incluidas las familias con los niños, que aceptan el mal menor de buscar un supermercado para sobrellevar la cosa hasta la reapertura de las cocinas por la noche.
Con más espacio, llega el momento de comer. A ella le falta queso rallado para las espirales de pasta, pero le dicen que no hay. Y a él le faltan como seis albóndigas y un Señorío de los Llanos como es debido, pero es lo que hay. Cuando se mete la primera de las cuatro bolitas, sólo cuatro –y ni sabe si es ternera, qué demonios -, es tal el blandor que calcula en cuatro recalentamientos el proceso que viene de la mañana, un recorrido que a todas luces también ha afectado a las patatas. La cantidad del total le recuerda a una de las tapas que le sirve con la caña Lorena, la del mesón del barrio. Pero hay que apechugar y, por supuesto, pasarlo con el vino, da igual la masa que luego se forme en la tripa. Hace fuerza para ese objetivo ver el filete que le acaba de llegar a la compañera de penas, al que delatan el color claro y los bordes levantados. Lo primero indica que no es ternera; lo segundo, que el cerdo vio nacer a Peggy. Mala cosa cuando una maneja un cuchillo sin sierra. Mala cosa si no hay cortafríos.
Pasadas las cuatro, ya parecen haber superado lo peor. Ambos piensan en que quizá haya un buen postre que reequilibre algo la balanza. ¡Qué se yo! Una tarta de queso contundente, un flan generoso… Entonces llega el camarero, el tercero de la película, y expone una lista corta y poco convincente que concluye con un: “…y luego tenemos yogurt…yogurt ‘a-zu-ca-ra-do’”, poniendo un énfasis en la característica similar a cuando en la bodega te dicen: “Pago….Pago de Carraovejas”.
Los dos se rinden a la evidencia. Vengan los yogures. Transcurrido un rato inapropiado, ahí que llegan, dejando ver la marca Día. Yogures franceses, de importación. En cero coma, asunto acabado y otra vez el radar funcionando. Esta vez el foco no hay que llevarlo muy lejos. A tres metros, la señora que comía con su familia en el rincón, a la que los incautos creyeron una privilegiada al principio, está de pie discutiendo con la camarera con ínfulas de ser la encargada, quizá la esposa del director de orquesta que dejamos antes a lo suyo en la caja registradora. Le dice que les han traído para el yogur una cuchara sopera, que no cabe en la tarrina, y que qué vergüenza. El muchacho que le acompaña, unos 17 años, da fe de ello a los nuestros, que caen rápidamente en la cuenta del privilegio que ha supuesto comer el yogur Día sin contratiempos y con cucharilla. El chaval, cabreado dentro de su aire de rey de la Play Station, tiene verdaderamente clavado en el alma lo de la marca: “¡Es que encima es de Día!”, lamenta.
A todo esto, el aclarado en el patio de mesas es casi absoluto. Casi nadie ha comido por la banda de los protagonistas. Y en la opuesta, sí parece haber habido algo más de profesionalidad, pues aguantan algunos comensales con cierta normalidad. Por aquella zona, nuestra pareja había visto funcionar a un camarero de un modo cercano al que se espera, es decir, controlando donde es útil, ubicando a gente y sirviendo con cierto mimo y presteza. Después de tres infructuosas peticiones de la cuenta y de calibrar la posibilidad de un ‘Simpa, El Marino”, porque, total, igual no se enteran, es él quien acude al remate final, con premura a la hora de traer la centralita para la tarjeta. La vacuna es de 21 pavos, mala en el momento, llevadera si se lee después el fusilamiento masivo en el Tripadvisor. Y mientras el camarero manipula el chisme, admite con elegancia y entre sonrisas, como concesión, que todo es un desastre. Y termina dando la pista: “Si va al servicio, es al fondo a la derecha. Verá también la cocina, es la puerta del centro”. Y nuestro chico recoge el guante. Pasa la famosa caja registradora, las vitrinas sin aperitivos, localiza el wáter a la derecha y se acerca a husmear…LA PUERTA DEL CENTRO. Y observa a un cocinero solo ante el peligro, superado y agobiado, rodeado de platos con sobras, manipulando no se sabe qué guiso entre suciedades varias. Son tres segundos de ojeada que son definitivos para explicar el colosal embudo y convertir en una verdadera lástima el entrar al servicio sin que las albóndigas blandengues y el vino prenapoleónico hayan hecho la masa adecuada. Y que, de paso, fallara también la cadena.
Y es que, amigos, coincidirán en que no habría estado del todo mal dejar otro sello distinto al de Día. Allí, en la villa arzobispal. Y para estudios heráldicos.
Si no me creen, pasen y vean