Me levanto a eso de las ocho de la mañana porque en Alcalá de Henares me espera una entrevista a las diez con el pistard José Antonio Villanueva, subcampeón mundial de keirin, creo recordar. Al desayunar veo a Vicente Vallés en la tele. Habla con la voz entrecortada desde Atocha, sobrepasado por lo que ve en los andenes. En los rótulos, veo subir exponencialmente el número de muertos, entre aturdido, confundido, conmocionado y bloqueado. La sensación se multiplica cuando el parte confirma que han explosionado trenes en El Pozo y Santa Eugenia. Es mi línea, la de Guadalajara. Pasa por allí, al cabo de los 52 minutos de trayecto que hay entre Villalba y Atocha, una hora y media en total hasta Alcalá. Me llaman del Diario: Antonio R. Naranjo ha activado el plan de emergencias. Piensa y decide a la velocidad de la luz: «Fresno, deja hoy los Deportes. Ve al hospital de campaña de Atocha. Llevas dos páginas». Evidentemente, el director anula todas las libranzas y pergeña un periódico casi monográfico, de portada negra.
Bombas en Atocha, El Pozo, Santa Eugenia…Mi línea. No puedo pretender llegar a Alcalá por allí, y por cuestiones logísticas debo ir antes de enfrentar el horror de Madrid; tampoco vale ir por la carretera de La Coruña, ante el previsible atasco. Entonces recuerdo la ruta del Este: dirección Torrelaguna, atravesando los pueblos; y luego a Fuente el Saz y Cobeña, hasta entrar a Alcalá por el Norte. Es más de una hora pero es itinerario seguro. De camino me vuelven a llamar: «Cambio de planes, Fresno. Hay muchas víctimas de Alcalá en el Gregorio Marañón. Ve allí». Me eximen de pasar por la redacción y me decido a entrar en la capital por la autovía de Colmenar, que cojo en el enlace de Soto del Real. Un escalofrío y la insensibilidad, sino agarrotamiento, del pie del acelerador me asaltan a medida que voy entrando en la ciudad. Es territorio desconocido para mí. Me preparo mentalmente para vivir las peores escenas, pero lo que veo tras aparcar, a distancia considerable del hospital, son grupos de personas que disfrutan apaciblemente de una caña en las terrazas. Más confusión.
Ya en el Gregorio Marañón, interviene Pedro Núñez Morgades, Defensor del Menor: «Tenemos una niña que no encuentra a sus padres. Difundidlo todo lo que podáis», solicita, entre la nube de micrófonos. Si no recuerdo mal, ésa será la temática de mis páginas, combinando con el número de afectados de Alcalá en el Gregorio Marañón, los testimonios, y la visita de los Reyes de España al centro hospitalario, programada para las tres de la tarde.
Entre el maremágnun, por ahí encuentro a un reportero del Diario de Navarra. Charlamos. Es experto en atentados de ETA. Me dice que no es el ‘modus operandi’ de la banda, que carece de infraestructura para algo así, y que, por lo que sabe de los explosivos utilizados, tampoco pueden ser ellos, los etarras. Eso debió de ser entre la una y las dos de la tarde de aquel 11 de marzo de 2004, pocos días antes de mi adiós al Diario de Alcalá, que el día 12 saldrá con su edición más triste, negra la portada, de primer nivel los reportajes: Óscar Sáez, Pedro Pérez Hinojos, Sonia Romero, Ángeles Torres, Cristina Martínez…
No sé si al día siguiente, o dos días después, cojo el tren, haciendo de tripas corazón. De nuevo a Alcalá, con la leyenda «destino Atocha» en el panel. Y una hora después, tras vigilar subrepticiamente las mochilas de decenas de personas, suena la voz femenina enlatada anunciando: «Próxima parada, Santa Eugenia». Miro por la ventanilla y veo las velas rojas del andén. Otro escalofrío me recuerda que no quiero bajarme del convoy y que no podré recorrer el paseo de la Estación de Alcalá y llegar a la redacción de la Plaza de Navarra. No ese día maldito.
JAIME FRESNO
11 de marzo de 2014, diez años después de la masacre