“Los Dolomitas son a las montañas lo que Venecia a las ciudades”
JAMES ALEXANDER ROBERTSON
Historiador y archivista estadounidense
“Cuando vimos ese muro, el único de toda la escalada, tuvimos claro dónde poner el monumento”. Y ese monumento al que se refiere Michele Biz, una de sus diseñadoras, es el de Marco Pantani, presidiendo una terrorífica curva a izquierdas. Es ahí, kilómetro diez de la ascensión, al salir de Piaz de L’Acqua, donde los bosques se abren y la tortura de haber subido casi ocho kilómetros sin bajar del 10% cede, aunque sea un poco; es ahí donde los árboles despejan parte de las laderas para que se pongan a reventar de tifosi. Atrás queda ese sobrecogedor juego de luces y sombras que provoca el sol al filtrarse en la arboleda, y que combina con los faros encendidos de las motos de carrera para crear siluetas casi fantasmales sobre las bicicletas. Recuerda al inicio de los Lagos de Covadonga, con esa umbría provocada por el bosque, que se cierra hasta formar un túnel natural sobre la estrecha carretera, mientras ésta serpentea hacia arriba en una sucesión de rampas de garaje, treinta y nueve, una por curva, hacia el Passo de la Foppa. Para entendernos, eso es el Mortirolo, bautizado así por la matanza de paganos insurgentes llevada a cabo allí por los ejércitos de Carlomagno en el siglo VIII, y a lo mejor no tanto por el choque de otros insurgentes, los partisanos, con las tropas nazis en 1945.
Pero hasta ahí la historia. El Mortirolo no tiene mucho más que contar en enciclopedias que no sean ciclistas. Y ni siquiera es un puerto de la gran historia del Giro de Italia. No es el Gavia ni el Stelvio, no se utilizó jamás en la época clásica de Fausto Coppi y Gino Bartali. Y su dureza no viene determinada por su altitud, de 1.852 metros, poco para los Dolomitas.
¿Entonces, por qué su mítica? Para responder tenemos que remontarnos a 1991, cuando Franco Chioccioli, italiano, nariz aguileña a lo Coppi, emuló a Il Campionissimo atacando en lo más duro del Mortirolo, a más de cincuenta kilómetros de la meta, sin que Marino Lejarreta, segundo en la general, pudiera seguirle. ‘Coppino’ ganó la etapa y sentenció el Giro de Italia, y así lo admitió el Junco de Bérriz: «Chioccioli ha hecho algo extraordinario. Ha sido un golpe moral para mí. Nunca en mi carrera he subido un puerto como el Mortirolo», declaró. Lejarreta conocía muchos puertos italianos, pero ni él ni nadie habían hecho en carrera una cosa así, puesto que el año anterior, el estreno del Mortirolo se hizo por la vertiente más suave, que sale de Monno, 17 kilómetros al 6,7%, dura pero humana. Ese día se escapó el venezolano Leonardo Sierra, que pasó el primero por la cima para después pifiarla casi en cada curva en el vertiginoso descenso hacia Mazzo di Valtellina, caída incluida. Sierra pudo ganar finalmente en Aprica, pero su calamitoso descenso dio que pensar al patrón del Giro, Carmine Castellano, que llegó a la conclusión lógica: “¿Y no será mejor, más espectacular y seguro, si en vez de bajar esas cuestas en picado se hacen en sentido contrario?”. Dicho y hecho: Chioccioli estrenó a lo grande la vertiente dura y los periodistas empezaron a escribir sobre el puerto más duro del ciclismo, con datos altimétricos no conocidos hasta entonces en el profesionalismo: el Mortirolo tiene 12,3 kilómetros de subida al 10,5% desde Mazzo di Valtellina, el pueblo lombardo de mil habitantes en la provincia de Sondrio, del que parte la carretera buscando el valle de Camonica, al otro lado de la pared.
Es una ascensión que no da respiros, continua, con picos del 18 y hasta el 20%. Las crónicas y reportajes, ante la necesidad de espectáculo, empezaron levantar una expectación inusitada en torno al puerto, al tiempo que se inauguraba la época de las llamadas ‘über-climbs’, subidas con pendientes jamás vistas en el ciclismo. No tardaron en llegar el Angliru, el Zoncolán, la Fauniera o el Finestre, pero el Mortirolo pasó a otra dimensión una tarde de mayo de 1994, cuando Marco Pantani, un jovencito de la costa adriática, alopécico, apareció para descubrir los límites del hasta entonces imbatido Miguel Indurain.
Aquella etapa, 15ª del Giro de Italia de 1994, tenía al ruso Eugeni Berzin con la maglia rosa, tras someter a Indurain en la contra reloj. Era un escenario nuevo, después de ver al navarro ganar tres Tours de Francia y dos Giros de Italia de carril. El día anterior, el jovencito Pantani había estrenado su palmarés en las grandes vueltas ganando escapado la etapa de alta montaña de Merano, pero ese triunfo gozó de cierto permiso de los grandes. Pocos, o ninguno, sospecharon que el liviano escalador de Cesenatico iba a dinamitar el Giro de Italia sin que ninguno de los líderes pudiese evitarlo.
Las crónicas de entonces, o la leyenda, según se mire, cuentan que Marco criticaba a quienes montaban piñones de 25 dientes pensando en el Mortirolo, y ese día autorizó a sus mecánicos para que le instalaran hasta un 24. Al llegar a Mazzo di Valtellina, tras pasar el Passo Gavia, Pantani empezó a probar con la palanqueta de cambios, buscando el desarrollo adecuado, hasta que la cadena quedó fijada en el 22, sin posibilidad de subir dientes. Y entonces, Marco Pantani se vio obligado a mover ese desarrollo de una manera salvaje.
Su ataque se produce a mitad de puerto, y en un primer momento sale Berzin y coge su rueda, mientras Indurain, en el filo de los 80 kilos, no puede si no subir a ritmo, dejando volar al Pirata con su ritmo imposible. Cuando Berzin, reventado, pierde la rueda de Marco, la escena del líder tambaleante, más la del súper campeón retrasado, elevan a la enésima potencia el impacto de lo que está haciendo Pantani, manos en la parte baja del manillar, mirada fija en las cuestas, abriéndose paso entre miles de aficionados enfebrecidos. En loor de multitudes, el Pirata corona el Mortirolo mientras la RAI muestra cómo Indurain ha encontrado un formidable golpe de pedal y ha superado a Berzin.
El navarro sube como una apisonadora un puerto con unas características a las que jamás se había enfrentado y culmina su obra maestra en el descenso, ampliando diferencias con Berzin y acercándose a Pantani, con el que logra enlazar en el valle de Camonica, a pie del Valico de Santa Cristina. Este puerto, comparado con el Mortirolo, parece una dificultad menor, pero las sorpresas no cesan. A poco de iniciarse la ascensión, Pantani vuelve a acelerar. Indurain, como en el Mortirolo, deja hacer y se centra en encontrar su ritmo. Pero su cara ya no es la misma. Suda en exceso, tuerce el gesto. El hueco que abre el Pirata es excesivo, y Berzin se acerca por detrás. Indurain está perdiendo en ese momento el Giro de Italia, la que será su primera derrota en una grande. En la cima de Santa Cristina, Pantani le toma tres minutos, camino de la gesta. “Me abrigué demasiado en el Stelvio”, dijo después el navarro, convertido en ser humano, roto su halo de imbatibilidad. Y ese día, nació la leyenda de Pantani, vencedor en Aprica en medio de la apoteosis, a la par que el Mortirolo entraba en la mitología con sólo tres ascensiones en carrera.
Quizá motivado por lo que se vio aquel día, Lance Armstrong aprovechó uno de sus stage en la estación francesa de Saint Moritz para escaparse a entrenar al Mortirolo, con idea de preparar el Tour de 2004. Armstrong jamás lo ascendería en competición, pero ese año, el de la muerte de Pantani, concluyó en que “es el puerto más duro que he subido nunca, es muy bueno para la mountain bike”. Habían pasado cinco años desde el día de autos, cuando ya se intuyó que el escalador italiano jamás ascendería de nuevo el coloso.
Cinco años desde 1999, cuando todos esperaban una segunda exhibición, esta vez en rosa. El Giro había vuelto a programar la subida al Mortirolo el día antes de lo que iba a ser la llegada triunfal a Milán del Pirata, ídolo absoluto de los tifosi, tras ganar la carrera el año anterior con una exhibición en la Marmolada, y rematar el gran doblete en el Tour de Francia, con otro vuelo en el Galibier. Casi 200.000 personas esperaban aquel día ver a Pantani sumar la quinta victoria parcial, tras ganar todas las subidas anteriores, con ataques memorables en el Santuario de Oropa, en Alpe di Pampeago, en Madonna… Se había propuesto ganarlas todas, quería una victoria que trascendiera su época. Pero esa mañana, 5 de junio de 1999, en Madonna di Campiglio, hotel Touring, sucedió la peor pesadilla que recuerda el deporte italiano, tras el accidente aéreo del Torino en Superga.
“¿Marco, qué has hecho?”, le preguntó Martinelli en su habitación. El médico del Mercatone Uno le había medido menos del 50% de hematocrito la noche anterior, y había dado 52, dos más que el límite permitido en el control de la UCI. A la una de la tarde, Pantani salía esposado del Touring con un vendaje en su brazo derecho, herido tras destrozar de un puñetazo el espejo de la habitación, rodeado de policías y reporteros. La noticia corrió como la pólvora hasta las laderas del Mortirolo, donde mucha gente que esperaba otra exhibición se quedó entre la conmoción y la indignación. Los carabinieri tuvieron que negociar con los aficionados para que no cortaran la carrera, y muchos periodistas dejaron el Giro para seguir los pasos de Pantani hasta Cesenatico, su pueblo. Ivan Gotti aprovechó para coronar el Mortirolo y ganar su segundo Giro, mientras Roberto Heras ganaba la etapa en Aprica en medio de un ambiente funerario.
El Mortirolo se quedó esperando a su héroe en vano, mientras un chico de 16 años, ciclista del Velo Club Portillo, Alberto Contador, ya imitaba los ataques del Pirata en las carreras madrileñas de juveniles. “Era una inspiración para mí”, ha dicho esta semana, en vísperas de calcar hoy, en unas horas, el recorrido que es gloria y muerte de Pantani. Como aquel día de autos, esperan el Mortirolo y Aprica, y el de Pinto también ha lucido la maglia rosa en Madonna di Campiglio. Y allí, en las cumbres, le esperan cientos de miles de italianos dispuestos a olvidarse un momento de Fabio Aru, a cambio de ver algo parecido a lo que vivieron en aquel mayo de 1994, cuando el Pirata elevó a la categoría de santuario un puerto que nos sigue magnetizando.
21 años después, merece la pena soñar con que hoy alguien vuele tras la estela del Pirata, camino del Mortirolo.
JAIME FRESNO
Mayo de 2015.