Hacía ya tiempo, demasiado, que no iba a Madrid. Siempre suelo decir que a Madrid se baja, o se bajaba, por tres cosas: a ver una chica, a comprar, o al médico de la calle Quintana. Hoy fui a buscar una tortilla de patatas y una conversación con aroma a pasado, de las que se saborean porque son la última de la saga y ya te dicen quién es el padre de Luke Skywalker, quién mató a Liberty Valance y que el ciego mató a los monjes de la abadía, que para eso investigaba Guillermo de Baskerville. Una retahíla de desenlaces que, sin embargo, no alteran la belleza del desarrollo de las tramas, ni la magnificencia de los protagonistas.
Viajé subido en el bus de mediodía y vi bajar tres muchachas en mi antigua parada, la de cuando no hacía falta afeitarse, la del subterráneo a la Facultad de Historia y a la de Estadística. A una le esperaba, inevitable fisgar por la ventana, un chaval de los de ahora, de gafas de pasta y pantalones ‘cagaos’ -deconozco aún a esta hora la longitud de la raya del culo aireada-, hechuras de Cristiano en niño y sonrisa atribulada. La brisa primaveral y un rápido vistazo a la fronda del campus puso fácil imaginar el beso primerizo, furtivo, al abrigo de los chopos.
En Moncloa eludí el Metro. Caminé sin prisa y evité Cristo Rey, para subir por Fernández de los Ríos. En el cruce de Isaac Peral ya no estaba la sala de juegos con el Tetris y el Dragon’s Lairs, sino una casa de apuestas deportivas. Hoy puliría rápido el dinero de las pellas. De camino arriba, reparé en la crudeza de la crisis: los bares anunciando la caña a un euro, la pizzería vendiendo porciones a lo mismo, el frutero cariacontecido en un local de naranjas pálidas, secuestrado por la tristeza; el restaurante vacío con el dueño que no pierde la dignidad y fuma el marlboro ante la puerta de un negocio que languidece…
Corto Hilarión Eslava, Guzmán El Bueno, Gaztambide, Blasco de Garay, y el panorama te lleva. No ves peleas por ver quién pilla sitio en el contenedor mejor situado, como en el barrio, pero asistes igual a la ‘caída de los dioses’. Las terrazas de Bravo Murillo me hacen creer que, pese a todo, es posible el París de Ilsa y Rick, de Ingrid Bergman y Humphrey Bogart. Esta vez por cada mendigo hay veinte que toman la cerveza mal tirada de a 1,60 el vaso, pero la beben con ilusión. Enciendo el segundo cigarro de la caminata y remonto hasta José Abascal, para coger General Álvarez de Castro, territorio amigo. Cuando entro donde Jose, eso está hasta arriba. Admiro como sube y baja dos tramos de escalera pina, dieciséis escalones, para servir las sesenta comidas caseras que despacha a diario, mientras espero que Juan acabe de poner dieciocho cañas en la barra para volver a probar la mejor tortilla de mi vida. Leo el Marca de perfil, mientras me aborda Carlos, ex alcohólico y hoy capaz de bajar de dos horas cincuenta en un maratón. Y encuentro la charla más fresca en meses. Me habla de Scarponi, de Contador, me pregunta si el Giro de este año pasa otra vez por la Marmolada…Destila felicidad, como su hermano mayor, que cerró el bar a las tres y media de la madrugada y se puso en pie a las seis y media, el rostro redondeado y rojo del sofoco, jarto de trabajar a turnos de 16 horas.
Como lastrado por el abundante tapeo de la entrada, pero lo hago tan estupendamente bien acompañado que mi estómago se da de bruces con el límite. Es tarde y el salón queda libre para fumar y descubrir al son de una voz musical todas mis limitaciones como periodista. También para felicitar una boda civil pero sentida, punto y aparte de una historia de amor muy bonita.
Tras un paseo al Metro la tarde languidece, pierde la magia de la compañía y cae sobre ella la digestión pesada, antesala de la copa que la hace todavía más difícil de llevar. Tiempo sin parar por allí, no es una, sino tres. Tres copas que cargan de emoción extraña los abrazos de despedida.
Ya oscuro, salgo a García de Paredes y vuelvo a dejarme llevar por Madrid. Mientras llego a Quevedo, se me cruza la chica que finge aceptar una llamada de móvil para prevenir un posible acoso en la esquina, los chavales de las botellas que buscan hielo, la señora de fular colocado a escuadra y cartabón que quiere Bingo y, si no, línea; la pareja que acapara acera y te echa al bordillo, el grupo de chicas de perfume pachulí, el de FCC, al corriente de pago, que prepara el baldeo de la calle….Figuras en el gran laberinto de Madrid, que ya me lleva por Alberto Aguilera y me enseña un gran cartel de Green Coast, la marca ‘obrera’ de El Corte Inglés. Por los arcos, en Princesa veo todo multiplicado por cuatro, y entonces recuerdo aquellas otras excursiones de la edad del mini y las bravas, en los bajos de Moncloa, cuando las mil pelas en el bolsillo, seiscientas para futbolín, trescientas para la chica que no admite besos. Es cuando reparo en que quedan cinco minutos para el bus de vuelta… Y cien pesetas. Madrid y sus prisas. Una delicia.
JAIME FRESNO. Primavera de 2012
«Lo que sucede conviene»
Vas a ser feliz con esto!
Adelante!!
Abrazote