Varias veces he dormido en Soto de Cangas, un pequeño caserío con iglesuela románica y gallinas sueltas, cortado por el río Reinazo, afluente del Güeña, y que por allí baja alegre tras su serpenteo por Covadonga, dejando ver en verano un lecho pedregoso al que flanquea un festival de hayas, robles y pinos silvestres. Es un lugar estratégico del concejo de Cangas de Onís, empaquetado por dos carreteras medulares del Principado: la de Cabrales, que arranca en su rotonda de acceso, rumbo a Mestas de Con, y la de Covadonga, la legendaria AS-262, que lleva al pie de los Lagos.
Embriaga el paisaje, pero también el simbolismo y la historia; la de España y la del ciclismo, con 1.261 años de diferencia, separadores de dos batallas: la del rey Pelayo contra los moros y la de Marino Lejarreta contra Bernard Hinault y los demás, en aquel 1983 que estrenó la subida y las retransmisiones televisivas de la Vuelta a España. Entonces nació ese plano de helicóptero que muestra la Santa Cueva, y el ‘semitravelling’ aéreo que se recrea en la Basílica de Santa María la Real de Covadonga, postales que hoy son indisociables del espectáculo deportivo, como si fueran el anuncio de que empieza la batalla. No hay otra subida con semejantes prolegómenos visuales, y no parece existir otra en toda España con ese aire de novela de Umberto Eco, capaz de retrotraerte siglos atrás, mientras el ciclismo toma la palabra en el camino. En él hay algo mágico, de Soto de Cangas a Covadonga: son apenas siete kilómetros de carretera de asfalto fino y limpio, paralela al Reinazo, cuyo fulgor atrapa si se hace el camino a pie, mientras el bosque de haya, roble y pino silvestre lo encierra por los dos costados. Hasta que, poco antes de la Hospedería del Peregrino, abre y deja ver la Basílica, construída en piedra rosácea extraída de la misma montaña, y erigida imponente sobre lo que un día fue el Monte Cueto, barrenado en época de Alfonso XII para dar lugar a la obra.
Cuando la carretera gira a la derecha, casi de inmediato, a la izquierda, la subida a los Lagos arranca con violencia con una rampa espectacular, antesala de un primer kilómetro al 9,9% que mete a los ciclistas en la umbría, alumbrados por los coches de equipo, con sus piernas linimentadas brillando por efecto de los faros.
Fue allí donde el Junco de Bérriz, Marino Lejarreta, atacó en 1983, el año en que Bernard Hinault vino a por la Vuelta. Marino, al que vi de chico ganar la Clásica en el Boulevard de San Sebastián, en 1981, se la jugó a 13 kilómetros de la meta. Había sido líder de la carrera, tras ganar en campeón en Viella y Panticosa, y parecía por encima del campeón francés, pero….”No voy bien con viento”, dijo, tras ceder el maillot amarillo en los abanicos camino de Soria, donde ganó Saronni y Julián Gorospe asumió el liderato. En la necesidad de remontar, su ataque fue incontestable, un movimiento de gigante del ciclismo, a la altura de la mística de la subida, combinando el estilo de escalador sentado con cabeceo y el pedaleo de pie, sobre todo en la Huesera, donde la carretera, con picos del 15%, recuerda a la recta infernal de la Marmolada, hasta que se llega al parking de Cañavales, buscando el Mirador de la Reina, fin de la mayor tortura del puerto.
Marino cabalgó hacia allí desatado. Qué mejor demostración para los escépticos sobre su triunfo absoluto de 1982, tras la eliminación por dopaje de Ángel Arroyo, que ganar la carrera derrotando al entonces tetracampeón del Tour de Francia. Pero Hinault y los demás limitaron los daños. Alberto Fernández, el malogrado Alberto Fernández, conservó el amarillo y el campeón bretón cedió 1:11 minutos para quedar muy vivo en la lucha. Su exhibición en Ávila, con su histórico ataque en Serranillos, secundado por Lejarreta y combinado con el hundimiento del líder, Julián Gorospe -25 minutos perdidos y tocado para toda su carrera-, acabaría por dar a Hinault el triunfo en la Vuelta. De poco le valió al Junco ganar tres etapas, todas en montaña, e inaugurar el palmarés de los Lagos. Marino, según sus propias palabras, nunca ganó una gran Vuelta, porque renegó de su victoria del 82, dadas las circunstancias del ‘affaire Arroyo’, y decidió adoptar el segundo puesto de 1983 como su mayor gesta, nada menos que tras Hinault.
A partir de Marino conocimos mejor el camino que conduce a los Lagos, 14 kilómetros que salvan 1.135 metros de desnivel, con una media porcentual del 6,87% que podría rozar el 10, no muy lejos de la del Mortirolo, de no ser por la abrupta bajada que precede a la meta, donde se ubica el lago de la Ercina. Y luego aprendimos que siempre es mejor meter antes el Mirador del Fito para madurar el pelotón. Y también supimos que todos los grandes querían ganar allí, y algunos lo hicieron: Perico Delgado dos veces, en 1985, cuando su hazaña en la Sierra madrileña, y en 1992, camino del declive; también ganaron los otros dos referentes de la escalada en los años 80, Lucho Herrera y Robert Millar;y también Álvaro Pino. Eran los años en que los Lagos de Covadonga no tenían como rival las montañas imposibles que hoy tratan de cambiar leyenda por sensacionalismo visual, empezando por el vecino del Occidente asturiano, el Angliru, y terminando, de momento, en la Camperona.
Algo de ese aura de exclusividad conservaba la subida en 1996, último año de Indurain. Pero el navarro, obligado contra su voluntad a correr la Vuelta por el equipo Banesto, a fin de contrarrestar el impacto de su derrota en el Tour de Francia ante las máquinas del Telekom de Bjarne Rijs, no llegó. Echó pie a tierra en Cangas de Onís y se metió de inmediato en el cuartel general de Banesto, en el Hotel El Capitán. Cerca de los Lagos acabó su carrera el más grande del ciclismo español, minutos antes de que el ONCE de Manolo Sáiz se exhibiese en una actuación coral, coronada por Laurent Jalabert arriba de los Lagos. El adiós del Jefe y el triunfo de un clasicómano mutado en escalador clausuró una época dorada, que no pudieron relanzar las meritorias victorias del ruso Efimkin (2007) y del sevillano Antonio Piedra (2012), aunque, entre medias, Carlos Barredo estampó la firma asturiana en el palmarés y dio otra dimensión a su victoria de 2010.
Se puede decir que los Lagos de Covadonga esperan un nuevo golpe de efecto que mantenga a raya a las insolentes nuevas montañas, un campeón que inscriba su nombre en el palmarés, cuyos primeros ganadores veían subir el dinero de sus contratos sólo por ganar en su cumbre, al menos eso se decía. Un ganador que remita al valiente y desatado Marino, al explosivo Perico, o a los elegantes Millar y Herrera. O un episodio histórico como el adiós del Jefe, mientras la Santina vigila desde su Santa Cueva y 1.100 metros más arriba las nubes deciden si mostrar o no los Lagos, que a fin de cuentas es lo que importa.
JAIME FRESNO
Septiembre de 2014.