Un taburete suele ser un oasis en un bar, sea cual sea su orientación hostelera. Y no me refiero sólo a su función básica de mobiliario de descanso, sino a su condición de garantía de todo: asegura la primera línea de barra, el trato casi inmediato con el camarero, la visión privilegiada de las tapas, de la chica sonriente que atiende, si la hubiere, de las estanterías y su colección de botellas, del escudo del equipo del dueño, del reloj, de la marca del grifo de cerveza…Y ya en el culmen de sus cualidades, te pone en cómoda posición para echar un ojo al periódico y acceder al alma que tiene todo bar: las conversaciones de barra que retratan a sus clientes y, por extensión, a tus posibles compañeros de charla.
Coger un taburete libre no llega al nivel de conseguir un apartamento en agosto en Zahara de los Atunes, pero casi. Ofrece seguridad, como aquellas casillas del parchís. Y, yendo acompañado, te ofrece una suerte de campamento base que te sirve la charla a bocajarro: te enfrenta a tu interlocutor cara a cara y te ayuda en la sincronización de los turnos de bebida, en la posibilidad de brindar, de apoyar chupas y bolso, en la ocasión, si la hubiere, de los besos, a traición o consensuados por sufragio universal.
Un taburete le da un toque muy ‘Far West’ a tu sesión tabernaria. Te hace fácil creerte John Wayne y pedirle «un trago» a Bill, el barman velludo y malencarado, mientras te pregunta cuántos indios bajan por la ladera de la colina de la Calavera y tú golpeas las botas para que caiga el barro de las suelas. En todo momento, el taburete te da la capacidad de gravitar sobre él los 180 grados, de tener situada la puerta y su trasiego, de vigilar el turno del Water, de controlar si entra o no Liberty Valance. Como estás encima de la barra, puedes extender el periódico, a una o dos páginas, que dependerá del espacio que deje la vitrina de los pinchos, y utilizarlo como refugio ante intentos de conversar que no te encajen. Y si eres jugador de tragaperras, que no es mi caso, podrás vigilar si el moro ha juntado las tres naranjas y se ha llevado la especial, o si por el contrario te ha dejado la máquina a punto para el estacazo y la orgía de la cascada de monedas.
El taburete tiene más magia que una mesa porque no está sujeto a reservas y porque hay gente que desdeña sus usos, sin saber que tú estás al acecho. En los bares donde hay muchos, hay matrimonios o parejas que utilizan cuatro, dos para sí, y dos para los bártulos o los pequeños diablos, que quisieran estar corriendo por ahí en vez de tomarse el Trina a semejante altura. Entonces hay que acechar, recortar distancias hacia ellos, centímetro a centímetro, y esperar el fallo, mientras tu espalda entra, leve pero perceptiblemente, en fricción con la de ella, nunca con la de él. Y ya, ya querrá el niño una bola de la máquina, ya habrá que mear, ya les llamarán al móvil, que no es lo mismo defender uno que cuatro taburetes, qué demonios.
Convengamos, en fin, que el taburete puede llegar a ser una gran conquista y que su consecución o no determinará el tiempo y el placer de la estancia en un establecimiento. Y por contra, reconozcamos que perder un taburete puede ser, si no un drama, sí un punto de inflexión que puede cambiar toda una velada. Veamos cómo.
Desde que, con buen criterio, empezó a aplicarse la Ley Antitabaco, a uno el cigarrillo le puede costar mucho más que 24 céntimos. Imaginad por un instante -y sé que a muchos el ejercicio no os obliga a un gran esfuerzo- que llegáis a un bar con una chica en vuestro coche, que lográis, nada más y nada menos, que dos taburetes para vosotros y uno más de propina para accesorios, y que a los pocos minutos el establecimiento se llena y no quedan más resquicios para otro campamento; imaginad que durante el proceso se inicia una conversación que, inexorablemente, deriva hacia los problemas de pareja de la amiga de la amiga y que, mientras, no podéis echar una maldita caña para poder conducir y tenéis que reeducar el gaznate a cocacolas y nestíses, mientras los nuggets de la tapa van entrando bien y su digestión pide un pitillo. Entonces, aparecen la mirada por encima del hombro de ella, el vistazo de soslayo al local para obtener una panorámica de qué o quiénes pueden amenazar la choza con su actitud furtiva, al tiempo que la conversación entra en una cascada de datos que piden un procesador de varios megas. Aprieta la necesidad del cigarro y ella también fuma, pero establecer las salidas a la calle por turnos implica dar un hachazo a la velada de veinte minutos, diez de ellos sujetos a la más que probable aparición del cazatalentos, de chica o taburete.
La defensa del puesto adquiere tintes épicos si media el tabaco y los líquidos gástricos están a medio trabajar con el ‘asunto nuggets’. Todo por un pitillo, casi una hora después de haber comprobado que la amiga de la amiga, Maripili, tendría que haber cortado por lo sano con ese presunto gilipollas de Felipe desde el minuto uno y que no sirve darle más vueltas, al menos dentro del local. Pero…¿y los taburetes? Ella fuma, luego…
La situación se hace insostenible. Para más inri, afuera llueve, según delatan el pelo y la cadena de plata de una rubia incauta, el tercer refresco se ha terminado y hay gases que expulsar, porque cocacola «da más chispas» y, sin whisky, los colectores no reparten igual juego.
Tensión. Inquietud. ¿Qué hacer? Hay como cuatro grupos que nos rodean, riendo y charlando, pero detecto miradas ocasionales hacia nuestro oscuro objeto de conquista, esa especie de fuerte del General Custer. O ellos ganan, o me pierdo el Lucky.
«-¿Fumamos?-«, digo por fin, pensando en qué condiciones estará el siguiente local y en si volverá a caer la breva.
«- Te lo iba a preguntar ahora mismo, con lo que tú fumas no imaginaba que estaríamos dentro tanto rato»-, contesta ella, con un par.
Consensuado el movimiento, de un calado parecido al de los hobbits abandonando la Comarca, recogemos todo, nos ponemos las cazadoras y, ya de pie, escuchamos casi al unísono el «¿os váis?». Es entonces cuando caigo en la cuenta de que he hecho un extraordinario trabajo de concienciación y de que asumo con naturalidad la pérdida del oasis y el punto y aparte en la velada: «Sí, sí; todo vuestro», replico.
La rubia empapada actúa rápido, con la cadena de plata bailando sobre los pechos prominentes y al son del acomodo corporal que le facilita sacarse la chaqueta. A su alrededor, otras dos rapaces menos vistosas pero con su aquél atrapan los taburetes restantes, sonriendo con ademán travieso a otros tres o cuatro aspirantes que también querían el reducto mágico.
Todo eso lo veo con la mirada echada atrás, cerca de la puerta, salpicada por las gotas de lluvia que resplandecen a la luz de las farolas.
Ya está hecho. No hay vuelta de hoja. Enciendo el Lucky tras ofrecer con éxito otro a la compañera, abrigándole la lumbre, y esperando que el humo disimule la parte final de la digestión y mitigue el recuerdo de aquel santuario bien ganado en la barra, cobijo de intimidad. Entonces, a medio fumar, veo una pareja que se acerca abrazada hacia nosotros. Y ocurre:
«- Jaime, te presento a mi amiga Maripili y a su novio, Felipe».
Cartel de ‘Insert coin’, himno nacional y carta de ajuste.
JAIME FRESNO
Vivencias sin espacio y tiempo
Agosto de 2013