Ni siquiera supe su nombre de pila. Pero todos le llamaban Filuchi, y no sé de dónde vendría el apelativo. Con él no ejercía de periodista y, como suelo hacer en los ratos de ocio que me cruzan con alguien especial, me entrego a la escucha, caigo en el río de las historias, las viejas historias. Y me lleva la corriente. Con Filuchi no podía ser periodista porque él también lo era y además magnetizaba en el cara a cara, respeto a los mayores aparte. Filuchi era periodista de vocación y el periodismo era su sueño no cumplido. Hubiera sido un gran crítico de cine, al menos un experto en el cine italiano, sobre todo el de Fellini, cuyos rodajes, guiones, técnica y anécdotas conocía al dedillo, y qué decir de las 24 películas que dirigió el genio de Rímini
También hablaba de ciclismo, uno de los dos deportes malditos, con el boxeo. Filuchi me relataba las hazañas de Julio Jiménez, Loroño, Fuente, Ocaña, Bahamontes…De aquel Bahamontes, y pocos lo saben, que subió dando pedales con una sola pierna, y la bicicleta de 12,700 kilos -hoy pesan 6,700, y porque el reglamento impide bajar de ahí- con la que ganó el Tour del 59, la cuesta de Madrid, una recta de unos dos kilómetros tremendamente empinada que llevaba al puerto de Los Leones y que hoy sólo conocen los ‘cazadores’ de boletus.
Filuchi me hablaba del Puy de Dôme, ese mítico alto que no sube el Tour desde los 80 porque es finca privada, y al tiempo me preguntaba por los de entonces, por cómo el espejo retrovisor de una furgoneta mató en Torrelaguna a nuestro campeón post Indurain; Antonio Martín Velasco, flamante maillot blanco en París, la gran promesa mundial, cara afilada y tez morena a lo Contador, equipo Banesto. Recordaba a menudo cómo el chaval estrenó su palmarés en la Hucha de Oro, aquella inolvidable carrera del norte de Madrid precursora de la Clásica a los Puertos, desaparecida, como todas, entre el silencio y la ignorancia de los medios madrileños y los interesados especialistas nacionales, siempre prestos a no oficiar funerales, ni siquiera a colgar esquelas .
Todas aquellas conversaciones estaban envueltas en la niebla mítica de otras épocas, transcurrían entre humo de puros y jolgorio de bar, a la caída de la tarde, cuando Tito cogía la escoba y empezaban a declinar las últimas partidas de mus, tute y dominó. Filuchi enfilaba ese momento con el periódico, en su rincón, de frente a un coñac, creo, y de soslayo a la escenografía general. Siempre se sacaba de la chaqueta algún recorte de solera, de cuando escribía de cine en una publicación villalbina. Y me llamaba Jaimito y me decía que ya me gustaba leer de pequeño, cuando alguna vez me compró el ‘don Miki’ del domingo a la salida de misa: «¿Te acuerdas de aquel especial que sacaron de Patomas?», recuerdo que dijo la última vez. Ese día acercó su rostro ajado, cansado de la vida, de esos a los que las arrugas dibujan una eterna sonrisa melancólica. Se inclinó casi hasta mi oído y contó una historia desgarradora, la historia de un engaño, de cómo mucho dinero ganado con sudor de excepcional albañil se fue a manos del falso amor, pero también de cómo la onda expansiva de la explosión del corazón fue mucho más fuerte que la de la caja de caudales. Fue impactante escuchar los detalles y terrible deducir el golpe vital recibido, a través de un discurso que podría firmar el mejor Dickens a cuenta de Nelly en «La Tienda de Antigüedades».
Después de enfundar las gafas de cerca y devolver el periódico a los sobres de madera, su despedida fue tan formal como siempre. Sin embargo, algo no identificado me había roto el esquema de tantas tardes. Cuando desapareció tras las cortinas me invadió un extraño desasosiego, pero enseguida enganché con parroquianos que querían hablar de fútbol tras las partidas y regresé a mi estado normal.
Pocos días después supe que Filuchi utlizó el método de Brooks en «Cadena Perpetua» para no acabar institucionalizado en la depresión. Una maroma, un picaporte y un taburete. Exposición a ataúd tapado en el tanatorio y ni funeral.
Hará unos cinco o seis años.
Queda de entonces un rincón vacío en La Cueva, donde a veces veo entre el jolgorio un períodico abierto por la sección de Cultura y juego a dibujar una copa con un único hielo bañado por el marrón oscuro del coñac. Es el único rincón donde la vista no se me va siempre a los dibujos de Redondo.
Es el rincón de Filuchi.
JAIME FRESNO. Otoño de 2012
Chapó señor Fresno,da gusto leerte….