EL DOCTOR ROBERT Y UN FLEQUILLO

Muchos han coincidido conmigo en señalar 1987 como un año esencial en la historia de la música del siglo XX, a efectos pop-rock probablemente el mejor. Así, a vuela pluma, me vienen a la cabeza varios álbumes que están entre lo mejor de siempre en España: “Entre el Cielo y el Suelo”, de Mecano, que aunque editado en 1986, acabó de explotar en aquel verano del 87; “Camino Soria”, de Gabinete Caligari; “Canciones”, de Duncan Dhu, el contenedor de “Cien Gaviotas”, “Sangre Azul”, “Esos Ojos Negros”, “Jardín de Rosas”, “Pensar en tí”…; “Nuevas Mezclas”, del Último de la Fila, prácticamente la antesala del fenomenal “Nuevo Pequeño Catálogo de Seres y Estares”; “Héroe de Leyenda”, de Héroes del Silencio, el maxi de cuatro temas que anunciaba el magnífico “El Mar no Cesa” de 1988. Y todos ellos coincidiendo con los clásicos: La Unión, Radio Futura, Nacha Pop, Alaska y Dinarama, con Carlos Berlanga en estado de gracia desde el “Deseo Carnal» de 1984; Loquillo y los Intocables, con los Trogloditas después, los Rebeldes, los inicios de los Ronaldos…

Al tiempo, fuera del país decenas y decenas de grupos y solistas de todos los palos no dejaban estilo sin tocar, con algunas de las mejores bandas de la historia en su punto álgido. Todo eso se resumió en un concierto ya hoy irrepetible en el que confluyeron en el Bernabéu tres bandas claramente en su mejor momento: UB-40 y su reggae; The Pretenders con su reciente y superlativo “Get Close”, el álbum de 1986 que contenía «Don’t Get Me Wrong”; y, por supuesto, los U-2, con su impactante “Joshua Tree”. Recuerdo cómo abrió con ello aquella noche ‘Hora 25’ de la Cadena SER.

26 años después recuerdo aquella orgía musical a todas las escalas como una avalancha inabarcable. Parecía como si cada momento del día, cada estado de ánimo, tuviese su propia gran selección de bandas en su estilo adecuado. Los recuerdos son casi imborrables porque aquel verano del 87 yo tenía 13 años y me preparaba para el temido desembarco en la mili que para mí representaba el salto a la Secundaria, a una clase de Instituto donde dejaría de ver a casi todos mis compañeros de EGB, donde se escaparía alguna hostia menos de los maestros, pero también donde el peligro en los recreos se multiplicaría por diez. Muchos que me seguís por aquí estabais en las mismas, lo sé. Recordaréis por tanto aquel verano del 87, en el que un irlandés con cara de Iniesta le levantó el Tour a Perico en La Plagne, con una remontada inverosímil que acabó con una máscara de oxígeno, pero además lo tendréis presente, seguramente, por los primeros escarceos, ya no tan infantiles, con el género de enfrente.

Con 13 años, camino de 14, yo no tenía acceso a las discotecas, reservadas para mayores de 16, con la excepción de aquellas chicas menores pero desarrolladas a ojos del portero. La mayoría pasaban el filtro, para mayor gloria de los ‘cazatalentos’ de la pista de baile, pero solían dedicar también algunas tardes a los tirillas que no podíamos ir ni utilizando la entrada secreta J-78 B, cual Mortadelo. Entonces íbamos al Zoco a comer pipas y a jugar al fútbolín, a la sala de juegos a darle al Ensamble Cohetes y al Tetris, al parque con los walkman y las bicis, a soñar con un paseo en pareja bajo la pérgola que, de momento, no llegaba, y a hacer el ‘Ser’. Sin embargo, y no recuerdo bien cómo, ciertos amigos me filtraron en una tropilla de chicas uniformadas, a medias y chaqueta azules, falda escocesa a cuadros incoloros y blusa blanca, y empezamos a frecuentar juntos un pub a menudo semivacío que permitía explayarse a los sub 15, de esos con minis de cerveza aguachinados de a 20 duros que permitían echar la tarde con algo en la mano. Fue como subir un nivel, y no precisamente en el Tetris. Tenía interiorizado que los garitos conferían más intimidad a las reuniones y que la música de fondo podría salir al quite ante cualquier desaguisado dialéctico. Mejor allí para hablar con la chica sonriente del flequillo, aquella cuya mirada de cerca provocaba un efecto tan devastador que te reducía a la mínima expresión y te hacía poner cara de gilipollas en do mayor. Pero…Craso error.

Admitido el fracaso, tras una de aquellas parálisis sucedió. Una tarde me abstraje de la charleta general y de aquel flequillo prohibido y miré hacia la cabina, imponente sobre la pista vacía, con su cristal a todo el ancho, sus escalerillas laterales, todo un púlpito. Y reparé de forma progresiva en la música, probablemente surgida de una de esas sesiones grabadas en TDK’s o Sonys de 90, porque ahora recuerdo que las más largas de 120 minutos, al tener más bobina, no solían irle nada bien a las pletinas. Y entonces escuché el saxo de Henry Neville, y la voz envolvente de Robert Howard, el mítico Doctor Robert. Ya había escuchado la prodigiosa melodía de The Blow Monkeys antes, en un anuncio de televisión de no sé qué colonia, y quizá por eso me decidí a salir de dudas yendo hacia el dueño del local, que andaba por la cabina ordenando discos . “Sube si quieres”, debió de decirme. Y subí. Allí arriba podías sentirte el rey del mundo subiendo o bajando una regleta, escogiendo ésta o aquélla canción para dominar los sentimientos de la gente, manejando los platos Technics SL 1200, los mejores, con su acelerador/decelerador de revoluciones (hasta 8 arriba y 8 abajo), su aguja de diamante, su miniflexo para ver los surcos del vinilo en la oscuridad….Pero al ser primerizo en las alturas no me mostraron todo eso hasta más tarde, supongo también porque pregunté de inmediato por la canción, sin mayores pretensiones.

Me señalaron una carátula mordida por el manoseo en sus bordes, que sobresalía de entre uno de los mazacotes de discos. «¿Puedo?», pregunté. Entonces ví esa cara ‘new wave’ maquillada a lo David Bowie, el flequillo caído tapando media cara, los ojos sobrenaturalmente azulados y de una fijeza desconcertante; desenfundé y vi brillar el vinilo bajo el foco de pared, como si tuviera vida propia. «Chaval, la que te gusta es la uno de la cara A». Allí situé la aguja, con manos torpes, y tras escrachear por vez primera en mi vida miré al frente, hacia la comitiva femenina que comadreaba en los sofás del fondo. Miré hacia el otro flequillo, como diciendo «ahora verás». Y sonó. La guitarra acústica, la voz envolvente, el saxo de Neville llevándote a tierras lejanas. Debí poner una importante cara de gilipollas, difícil de evitar porque todas miraron hacia mí como diciendo qué haces ahí. No conseguí traerlas a la pista, tan independientes como eran de todo cuanto pudiera hacer. No conseguí nada en términos sociales. Pero, nada más y nada menos, lo que había conseguido fue inaugurar un rato íntimo con una canción que entonces se me reveló mágica. La tarareaba moviendo la cabeza a cada poco, mientras miraba el flequillo moreno sonriente, ajeno ya a lo que sucedía tras la cabina, en otro mundo lejano a la canción, para ella una más en la tarde, y sin saber que la pista era de los dos. Pero ésa es otra historia.

No recuerdo cuánto estuve aquella tarde subido a aquella cabina, pero sí sé que he escuchado muchas veces mi canción preferida de los 80: The Blow Monkeys y su single estrella, en sus dos versiones, la del LP y el excepcional Remix editado para el videoclip . Os dejo por aquí los dos, por si ese saxo también os lleva a algún sitio de esos en los que sólo podéis estar vosotros. Por ejemplo a 1987. Y hacia el flequillo que solemos tener cada uno de nosotros…

Con todos vosotros, ‘It doesn’t have to be this way”. Porque, coincidiréis, lo anterior tampoco tiene por qué ser de esta manera ¿no?

JAIME FRESNO. Navidad de 2012

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