Es último domingo de agosto y la olma centenaria de la plaza del Ayuntamiento de Guadarrama, imponente tronco, festival de fronda en sus ramajes, es una bendición a eso de la una y media de la tarde, cuando el sol inunda la Sierra y hace que los ciclistas de la Vuelta a los Puertos devoren bidones isotónicos, sentados en las sillas de plástico de la zona reservada, mientras miles de personas se agolpan en las vallas para ver subir al podio a Miguel Induráin, tres Tour de Francia ya, ganador en loor de multitudes en la calle Alfonso Senra, lo que todos esperaban. Tras él, segundo, la joya del Banesto, Antonio Martín Velasco (segundo apellido también de Contador, quién sabe si…), maillot blanco del Tour, decimotercero en la general, el potencial dominador de una época que poco después cae muerto cuando entrenaba cerca de su pueblo, Torrelaguna, víctima del retrovisor de un camión que a todos hurta un futuro de oro.
Hay muchos camiones ladrones. O eso o que, simplemente, la desgracia, la muerte, el infortunio, adopta muchos disfraces y adquiere varios tipos de automatismos, unos rápidos y otros lentos. Todavía el negro futuro está por escribir en aquel mediodía esplendoroso de Guadarrama, donde el pueblo es una fiesta del ciclismo, donde el sol estival azula la serranía y eleva el calor hasta límites difícilmente soportables. Para mí, un chico de diecinueve años con grabadora, ésa es la Meca: por allí andan Paco Chico Pérez, Juan Manuel Gozalo, Manuel Lorenzo, el genial speaker, famoso entre los mayores por ser el abuelo Segismundo, de “La Saga de los Porretas”, quien me acogerá en años sucesivos en su privilegiado puesto de la tribuna de meta. Y también anda José Ramón de la Morena, que quiere seguir la senda ciclista de José María García y, aunque esté de vacaciones, lo cuelan en los coches de organización con mujer e hijas a costa de los reporteros locales, cuyas emisoras no tienen unidades móviles para narrar la carrera desde la ruta que va y vuelve a Segovia, vía Los Leones y Navacerrada.
En Guadarrama hay glamour, al olor de los grandes del pedal. Y codazos por la entrevista, la única escuela posible del periodismo junto a la documentación y la pasión. Y parece ajeno a todo ese fervor popular un chico con el maillot de Banesto, espigado, las piernas extendidas a todo lo largo, bebiendo con la mirada fija en un punto de fuga indeterminado, adonde le llevan sus pequeños ojos oscuros, llenos de misteriosa determinación, y adonde apunta su nariz aguileña, típica de la Sierra de Ávila, vértice de una tez morena, curtida por el sol y la brisa en miles de kilómetros de bicicleta. Ese chico es José María Jiménez, la joven promesa del Banesto de Induráin y Perico. Entonces, 1993, no sé gran cosa de él, y hasta desconozco que le llaman el ‘Chava’ (de chabacano, pero con “v”, porque así al parecer quiso él diferenciarse del apelativo de sus ancestros). Pero, visto que de amateur ha ganado el Circuito Montañés, oído que marcha muy bien para arriba y que es de la misma tierra que Ángel Arroyo, El Barraco, voy hacia él con mi grabadora provista de TDK de 60, y le pillo una conversación que, en el momento de escribir estas líneas, no puedo recuperar, de momento. Entonces, ¿cómo podía yo imaginar que hablaba con una futura leyenda, apóstol de la genialidad y el abandono autodestructivo, icono de la vertiente trágica del ciclismo, un corredor como Pantani, anacrónico, de impulsos, sin miedo a los grandes, cuya línea separadora entre la gran victoria y el colosal desfallecimiento era tan delgada? ¿Cómo saber que verle en el futuro en acción obligaría a poner siempre un triple en la ficticia quiniela, cómo intuir que un ciclista moderno podría llevar al espectador a la misma incertidumbre que un taurino sentía al ir a ver torear a Curro Romero?
O Guardia Civil, o Puerta Grande; o etapa, o furgón de cola. Todo o nada. Ésa, y no otra, fue su clave de bóveda. Una dicotomía que actúa como una droga en la afición española, que le sitúa ipso facto en el santuario ciclista. Pero yo, de esto, nada podía saber. No mucho después, y a través de una relación personal, un joven ciclista madrileño con raíces en Navalmoral de la Sierra, a un paseo de El Barraco, me cuenta cómo entrena, cómo intuye que ese tal Chava puede llegar alto. Ha ganado el Circuito Montañés, la prueba del algodón para cualquier amateur, y se ha hartado a ganar carreras provinciales. Pero ya entonces hay una sombra que se yergue amenazante: los excesos. Chava, hijo del dueño de “El Pescador”, restaurante de deliciosas judías pintas con almejas y tostón asado, como recuerda hoy en su magnífico reportaje de El País, Carlos Arribas, no escatima. Es de buen comer, cosa que hace sin límites fuera de temporada, para recuperar después con durísimos entrenamientos de hasta ocho horas. Y también, de buen beber. Vino, hasta lo que me cuentan. Y también, amigo de la noche, inducido por amistades peligrosas, letales si se juntan con un chico con dinero, simpático, con don de gentes, abierto, de ésos que pagan y entretienen, presto siempre a buscar que a sus compañías no les falte de nada. Para entender qué pudo pasar, baste con señalar que su tío, Víctor Sastre, creador de la Fundación Ciclista que lleva su nombre, heredera de la de Ángel Arroyo, pasaba con demasiada frecuencia por la discoteca del pueblo a sacar de allí a algunos de sus alumnos. Salvó a muchos de caer al lado oscuro, en una labor social y deportiva con pocos precedentes, pero no debió de poder con la personalidad arrolladora de su genial sobrino, que a cada victoria se acercaba más al abismo. Sin saberlo y, quizá, con la aquiescencia de todos.
El círculo vicioso era malévolo: el personaje necesitaba estar siempre a la altura de su propia excelencia, pero celebraba ésta, o mejor, la destruía, como si él no fuese el héroe y no importase deteriorar su cuerpo de deportista , mientras, asombrados y asustados, los suyos le oían contar sus gestas en el umbral de los ciento veinte kilos de peso; o mientras se perdía en la noche y todos, incluido el gran jefe José Miguel Echávarri, temían a la llamada telefónica matutina. Cuando cayó definitivamente, tenía sólo 32 años y estaba enseñando sus fotos a compañeros de la clínica de rehabilitación. Quería volver. Su compañero de camarilla de El Barraco, David Navas, le había contado a Carlos Arribas que días antes estaba decidido a coger la bici de nuevo. «Me duele mucho una muela. Apagad la televisión, por favor», cuenta Arribas que dijo antes de morir, recogiendo lo que le dijo Azucena, su novia. Ese día, 6 de diciembre de 2003, quizá acabó en España la estirpe del héroe de la montaña, del escalador heroico, de la saga de los Vicente Trueba, Bahamontes, Julio Jiménez, Ocaña, Tarangu…Héroes, en algunos casos, al alcance del pueblo, que enseñaban sin pudor sus defectos humanos a la gente de a pie.
Esa cercanía encumbró a Chava de cara a un público que no creía en las posibilidades de Abraham Olano, su jefe de filas en el Banesto, tras la retirada inopinada de Miguel Indurain en enero de 1997. Meses antes, el navarro había echado pie a tierra en la Vuelta, a la altura de la Hospedería del Peregrino, donde el curveo de aproximación a los Lagos de Covadonga, pero el donostiarra no transmitía las mismas sensaciones ganadoras que el pentacampeón del Tour y, desde luego, no era un hombre de épica en la montaña, territorio nacional. Chava, sí. Y eso que su cuerpo, espigado, se alejaba del estereotipo del escalador al uso, más bien menudo y bajito. Ese año, 1997, da una vuelta de tuerca a su progresión y todos nos encontramos de frente con sus enormes posibilidades, cuando gana en Los Ángeles de San Rafael su primera etapa de la Vuelta a España y emula a su gran paisano, Julio Jiménez, imponiéndose en la general de la Montaña. Al año siguiente, sucede la gran explosión, con España y el Banesto divididos entre el bando de Olano, teórico jefe de filas, y Chava, desatado. “Puedo ganar la Vuelta”, decía. Como en los viejos tiempos de Loroño y Bahamontes, una especie de Madrid – Barça del ciclismo está servido. Jiménez gana en Catí y se pone líder; Olano vence en la primera crono y se lo arrebata; Chava arrasa en los Pirineos ganando en Pal y Cerler, y sólo un viejo zorro, Gianni Bugno, evita un hat-trick pirenaico del abulense, cuya arrancada nadie puede seguir. Cuando la carrera llega en un brete a la Sierra de Madrid, el ambiente es el de los tiempos de Perico: las pintadas en favor del Chava, las evocaciones a El Barraco, tiñen Navacerrada, donde el héroe fatal ataca, se va y Olano hace lo que su compañero nunca hizo: calcular. Queda una crono. Chava recupera el maillot amarillo, pero Olano remata la Vuelta con la cabra y Jiménez cae a la tercera plaza, su único podio en una grande, superado por Fernando Escartín y justo por delante de un tal Lance Armstrong, que ese año reaparece tras dos años de quimioterapia. Entonces, se produce en España un hecho del que ningún deporte que no sea el ciclismo es capaz en términos absolutos: la veneración del perdedor épico y el simple aplauso receloso al ganador calculador, cruel realidad de Olano, al que debió invadir esa extraña de sensación de ser involuntario aguador de una fiesta.
Aquella Vuelta de 1998 hizo cundir en los aficionados la sensación de que con Chava todo era posible. Por eso, cuando al año siguiente opta por correr el Giro de Italia y medirse a Pantani, que viene del doblete Giro-Tour de 1998, con la maglia rosa certificada con una inolvidable ascensión a la Marmolada, todos creen que el abulense puede reinar en Milán, teniendo a su disposición Alpes y Dolomitas. Pronto, en la primera toma de contacto con la montaña, octava etapa, en el Gran Sasso de Italia, llega el primer gran duelo. El Mercatone Uno de Pantani marca un tren terrorífico que destroza el grupo en mil pedazos, ritmo sólo para elegidos, terreno abonado para el Pirata. Pero, por una esquina, casi fuera de plano, demarra Chava, valiente, sin dejarse dominar por el terror al gran jefe de las cumbres. Es un ataque directo a Pantani, a su admirado Pantani, y además en su terreno. El italiano, incrédulo, tarda en reaccionar, pero cuando lo hace resulta demoledor: llega la altura de Chava y lo esprinta. Descubrimos que Chava no vale para ir a rueda, que en su filosofía de corredor no entra el quedar relegado a un segundo plano. La mente, tan importante en situaciones de esfuerzo extremo, no le sostiene. Hace segundo, a 18 segundos de un Pantani desbocado, que asesta el primer golpe del Giro en el que sube al Olimpo y, a la vez, baja al Infierno, sin que falte nada de la escenografía de Dante, cuando sale esposado en Madonna di Campiglio.
Presentado así, aquel Giro es el no va más. ¿Qué pintan, o qué pueden hacer, Jalabert, Gotti, Clavero y los demás, si estos dos tienen ante sí cinco tappones entre Dolomitas y Alpes? Entonces, llega el día de la Fauniera, nombre más suave que la primitiva denominación de Col de los Muertos, una sucesión de curvas en los Alpes Marítimos que durante 22 kilómetros salvan…¡1.700 metros de desnivel! La prensa española recoge declaraciones de su héroe, diciendo que lo va a probar, que tiene que hacerlo para ganar el Giro. Y entonces, el órdago sube al punto de jugarse la carrera a un ataque. Chava demarra a más de diez kilómetros de la cima del coloso. Jalabert y Camenzid, objetivos del misil barraqueño, caen. Sólo reaccionan Pantani y Gotti, que no tardan en alcanzar la rueda del abulense. Entonces, el trío hace sangre, con Gotti agarrado a duras penas a los dos fenómenos de las cumbres. A tres kilómetros de la Fauniera, en uno de esos relevos con demarraje de Pantani, las manos en la parte baja del manillar, Chava dice basta. Ese día se dejará más de veinte minutos y todas sus opciones de ganar el Giro, tras una crisis de época, mientras Pantani da otro aviso de líder y Paolo Savoldelli se consagra en un descenso a tumba abierta.
Es el hundimiento más sonado de Chava, el que instala la creencia de que su genial irregularidad jamás le llevará a nada grande en una Grande. Pero él no entiende de sometimientos y, en septiembre, protagoniza una obra cumbre en el Angliru, que se estrena ese año convertido en mito antes de subirse. Como en una metáfora de su vida, supera al fugado Pavel Tonkov surgiendo de entre la niebla, como la aparición última del superhéroe que salva in extremis a la chica, en el falso llano que va tras Cueña Les Cabres, mientras todo el país vibra y se pregunta de dónde ha salido, creyendo decisiva la ventaja del ruso. Otra vez él.
El año siguiente, 2000, ganaría la Volta a Catalunya y la Clásica de los Alpes, pero más bien será recordado por aquella última coincidencia en el fervor de la batalla con Marco Pantani, cuando el italiano, presa del mayor instinto de venganza hacia Lance Armstrong, que le ha humillado dejándole ganar en el Mont Ventoux, sube como una moto Courchevel y supera a Chava, que mira volar a su admirado Pirata hacia una victoria ejemplarizante. Lo hace mientras se deja caer a la cola, visto que tampoco es el día, y sin saber que ya no coincidirá más con el italiano, que a su vez no sabe que está ante su última gran victoria. A Chava aún le dará el cuerpo para otra traca victoriosa en la Vuelta de 2001, en la que gana tres etapas y su cuarto Gran Premio de la Montaña. Luego, el desenfreno, ya sin control, con total autonomía para caer al abismo. “Lo que más me fastidia es no haberme equivocado. Lo que más me fastidia es haber acertado, haber previsto todo lo que iba a pasar, haberlo sabido hace cuatro años. Lo que más me fastidia es que todos lo sabíamos y nadie ha podido hacer nada. Porque estaba escrito en su sangre, en sus genes, en su forma exagerada de encarar la vida, que iba a morir joven». Echávarri llora al decir esto a Carlos Arribas en el obituario que publica El País, un 8 de diciembre de 2003, cuando todos sabemos que una época ha acabado. Apenas cuatro meses después, entrevisto a Julio Jiménez en Alcalá de Henares, con el cadáver de Pantani incorporado al Panteón:
“(…) PREGUNTA: ¿Cree que los ciclistas son más propensos que otros deportistas a las depresiones?
RESPUESTA: No. He tenido muchos compañeros, he estado con grandes campeones, en el equipo de Anquetil, con Aimar, y nunca he visto depresiones. A lo mejor ahora, con la forma de correr o el dinero que te dan a ganar…Cuando eres una figura como Chava, y te ponen cien millones por delante, pues a lo mejor te abandonas un poquillo y quizá no sufres como sufríamos nosotros, cuando buscábamos el ganar lo justo para vivir.
P: ¿El caso de Chava ha tenido una influencia negativa en los jóvenes de Ávila que quieren hacer ciclismo?
R: En esos momentos estuvimos todos hechos polvo, pero la vida hay que seguirla. Afectó, claro que sí, pero mira, en este momento se ha formado un equipo en El Barraco.
P: ¿La tragedia se veía venir?
R: Llevaba un año y pico así. Se le ha ido considerando porque era una gran persona; yo le veía que iba a salir para adelante y…míralo. Cuando menos lo piensas, fue cuando nos dio la sorpresa. Estuve tres días antes con él y me dijo: “Ya no tomo ni gota de alcohol, estoy perfectamente, voy muy bien…” Y a los tres días, se vino aquí a ingresar y nos encontramos con la historia…Una cosa que no la comprendíamos, porque se le veía bien. No había engordado veinte o treinta kilos: el chaval se mantenía y con ganas de volver a correr, aunque yo lo veía difícil.
P: ¿Confía en que seguirá la tradición de grandes corredores en la zona de Ávila, El Barraco, San Martín de Valdeiglesias..?
R: El equipo de Carlos Sastre ha dado un aliciente. Igual de esos ocho o diez corredores pueden salir dos. Y también hay cantera de juveniles y cadetes, con chavalitos que van prometiendo. Yo tengo allí otro Jiménez, que en cadete ha ganado muchísimo. Sí vemos cantera.
P: ¿Qué impresión tiene de lo ocurrido con Pantani * ?
(* fallecido un mes antes de la entrevista)
R: A Pantani lo ha machacado Italia, hasta que se ha desesperado y se ha buscado la muerte él, porque ha sido perseguido por la prensa y los jueces italianos. De acuerdo en que tenía 52% de hematocrito en el Giro que tenía ganado, pero no sé qué hubiera pasado si nos lo hacen a nosotros…Una depresión, o yo qué sé. A partir de ahí no levantó cabeza, se metió en la droga y quizá no tuvo buenos amigos…Fue una persecución judicial.”
Aquella entrevista para Diario de Alcalá en la Plaza Cervantes entrelazó la carrera de dos mitos de la escalada casi simétricos, en su modo de correr y en su manera de entender la vida, desde el punto de vista de otro corredor que, siendo de la misma tierra que Chava, con idénticas características, pero con un carácter y personalidad opuestos, sí supo lidiar con la fama y hoy ya andará a punto de los 80 años. Chava tenía 32, y hoy, con 42, probablemente sería comentarista televisivo y ayudaría en la Fundación Víctor Sastre a formar más perlas abulenses, llevándoles a subir Peña Negra, Pedro Bernardo, Navalmoral, Arrebatacapas, Serranillos…Pero en vez de eso, hay una tumba y dos monumentos en su honor, gemelos en forma, que no en tamaño: uno en Ávila y otro en El Barraco, el pueblo que se quedó sin judías pintas con almejas y tostón asado. También queda mucha nostalgia por una buena persona, dicen que generosa, entregada a lo suyos, vacilona y exagerada, nostalgia por lo que pudo ser y no fue. Y, desde luego, decenas de proezas en la montaña para la memoria ciclista, que le recuerda como un genio anacrónico, débil en la lidia de la vida, y tan alérgico a las banalidades y la mediocridad como propenso al batacazo. Justo lo que se pide a los genios malditos
JAIME FRESNO
9 de diciembre de 2013, en recuerdo a José María Jiménez, a los 10 años de su muerte
¿Encontraste esa entrevista al Chava Jiménez?
Hola!! Esa entrevista la tengo en cinta casette en algún lado de la casa, pero tengo un grave problema: no está identificada en la carátula y, además, los reproductores de casette que tengo me enredan la cinta. Es una tarea de reconstrucción arqueológica: tengo que comprar un convertidor a mp3 para intentar rescatar ésa y varias cosas más. Si lo logro, lo editaré por aquí y te avisaré. No se me olvida ya. Un abrazo y gracias por seguirme el blog